N los años 50 y 60 del pasado siglo XX, Bilbao y Bizkaia experimentaron un crecimiento económico, industrial y demográfico desordenado. El precio era evidente: cada vez se notaba más la contaminación y la suciedad, que lo teñía todo de una pátina oscura. De noche, las llamaradas de los Altos Hornos teñían de rojo el cielo del Gran Bilbao, que los poetas del desarrollismo bautizaron como "nuestro cielo metalúrgico". De hecho, era casi imposible ver las estrellas cuando mi padre, antiguo capitán mercante, intentaba explicarme las constelaciones desde el balcón de casa, siempre teniendo cuidado de no rozar la barandilla para no mancharnos.
Ni que decir tiene que todo aquello no me gustaba nada. Parecía que el único objetivo del llamado "desarrollo" era convertir la ciudad y los pueblos en un feo mar de cemento y calles llenas de coches. Como sociedad había una cosa que nos diferenciaba de las más modernas y desarrolladas, dictadura aparte. En ellas en vez de preocuparse solo por los dividendos, las estadísticas y el crecimiento económico, me parecía que se promovía, además del humanismo democrático, la educación científica, las ciencias, las ingenierías y la técnica. Parecían casi de otro planeta distinto al de aquel Bilbao. Quizás Unamuno había reflejado bien nuestra mentalidad con su frase "¡que inventen ellos!".
Estudiábamos mucho latín y griego, muchas listas de reyes godos, pero pocas matemáticas, física, química, biología e idiomas modernos. Según fui creciendo, cada día veía más claro que mientras otros países realmente importantes se preparaban para los nuevos desarrollos tecnológicos, los avances con la carrera espacial, la globalización y la era de la informática aplicada a la economía y la vida diaria, en estas tierras parecía que solo nos preocupábamos por mantener un crecimiento desordenado y una apariencia de desarrollo y por presumir de esencias históricas, generalmente impostadas.
¿Es que no podíamos nosotros realizar investigación científica ni grandes desarrollos tecnológicos? Un día decidí preguntarle a mi padre el porqué de aquella situación. Me dijo que sí había aquí gente con capacidad, y que si se la dotaba de medios era de al menos la misma categoría científica que la de otros países. Y me puso un ejemplo: cuando él era joven nuestro país estuvo en muchos aspectos a la cabeza de la investigación y los desarrollos tecnológicos. Yo no le creí pues yo no veía rastro de ello por ninguna parte.
Una tarde mi padre, algo picado por mi incredulidad, apareció triunfante en el salón de casa con una pequeña publicación, que, según me dijo, me iba a demostrar que nuestra situación había sido muy distinta en el pasado. Aquel folleto transcribía unas memorias de juventud del portugalujo José María de Areilza, entonces conocido como "el Conde de Motrico", en las que describía con detalle el mundo de su infancia en las dos primeras décadas del siglo XX.
Relataba Areilza, al que transcribo, que "la ciencia y la técnica aparecieron en el Abra por aquellos años primeros del siglo XX".
Así, nada menos que "Leonardo Torres Quevedo presentó una especie de tinglado mecánico apoyado en dos largos patines provistos de hélice con una torreta de mando sobre una estructura de hierro. En ella estaba la estación radioeléctrica que transmitía automáticamente la comunicación desde tierra ordenando la marcha y maniobra del extraño navío. El telekino, como fue llamado, anduvo algo por el Abra, pero tenía al parecer malas condiciones navegables". El telekino era nada menos que el antecesor del mando a distancia ¡y fue presentado hace más de un siglo en nuestro Abra por un ingeniero de familia bilbaina!
"Y además", sigue narrando Areilza, "en uno de los ensayos, el artefacto se negó a obedecer las órdenes recibidas ante la extrañeza del inventor. Poco después se supo que un cura de Portugalete que vivía cerca de Campanzar e investigador por libre había interferido las ondas de Torres Quevedo con las suyas contradictorias, regocijándose del éxito. Se decía que este cura era astrólogo, quiromántico y sabía de magia antigua. Estaba mal visto por sus compañeros del Cabildo parroquial". Vamos, que hubo hasta saboteador con sotana.
Torres Quevedo, nacido en Cantabria, pero de estirpe y educación bilbaína, fue un ingeniero de prestigio internacional. Sus inventos y trabajos alcanzaron resonancia mundial. En nuestro Abra buscaba la forma de lograr financiación del Gobierno y los inversores para aplicar el telekino a la industria, pero el apoyo nunca llegó y al final terminó abandonando el desarrollo de dicho invento. En 2006 El IEEE concedió un Milestone al telekino por ser uno de los hitos mundiales más relevantes dentro del ámbito de la Ingeniería Eléctrica y Electrónica. Torres Quevedo falleció en 1936 sin ver reconocido su invento del mando a distancia, hoy presente en todo el mundo.
Areilza relata además que en aquellos días "un ingeniero naval, Juan Aldecoa (casualmente, mi abuelo paterno, entonces aún director de los Astilleros del Nervión), hombre rubicundo y silencioso que iba en el tren cotidiano de Bilbao a Portugalete, inventó un artefacto llamado hidro-tren. Según sus cálculos la fuerza de las olas bien aprovechada haría andar el navío, que se componía de varios trozos articulados entre sí, como un barco-oruga. El hidro-tren salió al Abra, pero fracasó rotundamente. Allí quedó fondeado durante años y lo contemplábamos desde el muelle con admiración y secreta curiosidad".
Areilza se equivoca en sus recuerdos, el prototipo del hidro-tren funcionó bien, y si quedó en el Abra fue por otra causa. El buque se impulsaba sin otro aporte de energía que la del mar: adaptándose a la forma ondulada de la superficie, ponía en movimiento las bombas de un compresor de agua y una turbina que transmitía su fuerza a la hélice de la nave. El barco también estaba equipado con un motor de gas auxiliar, para tener una propulsión en las entradas y salidas de los puertos o en caso de mar excesivamente tranquilo. Como informó en 1963 el Fairplay shipping Journal, dependiente del Financial Times, el hidro-tren fue patentado no solo en España sino también en Reino Unido, EE.UU. y Alemania.
Pero lo mismo que con el telekino, ni la Administración ni los inversores privados supieron ver sus posibilidades y no se interesaron, por lo cual Juan Aldecoa abandonó el proyecto, y el barco quedó durante años en la Abra. Mi abuelo murió en 1933, sin ver reconocido su invento que anticipó el uso de las energías renovables en el transporte.
A principios del siglo XX, Bilbao y Bizkaia fueron un polo de atracción de la más avanzada innovación técnica y de ingeniería. n ello seguramente tendría que ver no solo la presencia local de buenos profesionales científicos e ingenieros, sino también que en aquellos días residían en el territorio grandes fortunas forjadas al calor de la siderurgia y de la minería del hierro.
Ello no sirvió para impulsar a los inversores a apoyar unas innovaciones tan relevantes. ¿Les faltó visión? Por ello, le pregunté a mi padre si no hubo entonces nadie capaz de apreciar la importancia de la ciencia, la técnica y la ingeniería en la economía del futuro. Para mi sorpresa, mi padre me respondió: "Sí, hubo una persona: Horacio Echevarrieta".
Con los años he sabido que este bilbaíno fue uno de los empresarios más relevantes en España en la primera mitad del siglo XX. Reunía capacidad de trabajo, fuerte carácter, visión de futuro y valor para asumir riesgos. Para realizar sus proyectos siempre se rodeó de los mejores en cada especialidad. Colaboraron con él el propio Leonardo Torres-Quevedo, y una pléyade de ingenieros, arquitectos y expertos, la mayoría de origen vasco como mi abuelo Juan Antonio Aldecoa, Ramón de Urrutia, Enrique Grasset, José Orbegozo, Octavio Elorrieta, Secundino Zuazo, Luis García Alix, Pedro Muguruza, Primitivo Hernández o Juan Campos.
Echevarrieta era una persona singular, pues no solo era un liberal de ideas republicanas que llegó a ser diputado republicano por Vizcaya, sino que también fue un empresario de ideas innovadoras en un entorno de inversores y rentistas anticuados. Esa diferencia le granjeó incomprensiones y antipatías.
En los años 20 Echevarrieta creó, además de los astilleros de Cádiz, Iberia, Iberduero, cementeras, explotaciones mineras y madereras, compañías de petróleo, gas, electricidad, así como infraestructuras, desarrollos inmobiliarios, empresas de seguros, situando su holding empresarial al mismo nivel que los gigantes industriales alemanes como Krupp o Siemens.
Sin embargo, debido a la inestabilidad de aquellos tiempos cainitas, la desconfianza y celos que sentían por él algunos prohombres de empresa y la inquina que le profesaban muchos políticos de izquierda y derecha, al final sus finanzas llegaron a estar en una situación agobiante, lo que desembocó en la paulatina venta de sus todos sus negocios, la incautación del astillero gaditano en 1936 y su adquisición forzada por el INI en 1951. Solo entonces, con más de 80 años, Echevarrieta tiró la toalla como empresario y se retiró a su Palacio de Munoa, en Barakaldo, donde murió en 1963.
De la historia de Echevarrieta extraía mi padre una conclusión: para poder progresar de verdad una sociedad necesita no solo científicos e ingenieros, y sus proyectos innovadores, sino también capitanes de empresa privada o pública con visión de futuro, dispuestos a invertir y correr riesgos: "Como lo fue Don Horacio", como le llamaba. "No por casualidad Iberia e Iberdrola siguen existiendo y el Juan Sebastián Elcano, el buque escuela que diseñó tu abuelo para él, navega aún. Lo construido sobre bases sólidas, persisten más allá de nosotros".
"Al final en todos los aspectos de la vida es decisivo el factor humano".
* Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019