ECUERDO a nuestro Xabier Arzalluz cuando repetía aquello de que en Madrid había sectores que jamás aceptaron el Estatuto de Gernika. Él siempre echaba mano de hemerotecas de Abc y otros diarios de la época para señalar a quienes desde dentro de los poderes del Estado indicaban que “Suárez había ido muy lejos” permitiendo a los vascos un nivel competencial y un grado de autogobierno que ponía en solfa su sagrada unidad de España.

Poco a poco y con la excusa de combatir al terrorismo que identificaban con Euskadi, se fue imponiendo una actitud reactiva en el Estado que pretendía atajar aquella “endeblez” que “había cedido” a las pretensiones de los nacionalistas vascos. El 23-F fue el preludio de lo que venía. Y vino la Loapa. Con García de Enterría y su voluntad de “armonizar” el mapa autonómico. Se impuso el café para todos y las dentelladas más salvajes al ámbito competencial que el Estatuto, en letra y en filosofía, disponía. Apareció en escena el Tribunal Constitucional, un árbitro de parte que con su doctrina ha ido laminando el texto ratificado en referéndum el 25 de octubre de 1979. Llegaron también las leyes de bases, la normativa que limitaba aún más la capacidad de regulación propia supeditándola al marco general establecido por gobiernos populares o socialistas. Pasó el tiempo sin que las previsiones estatutarias se cumplieran y, en sentido inverso, el movimiento centrífugo de la recentralización aceleraba su marcha.

Las crisis económicas -con la falsa excusa de no alterar la “unidad de mercado”-, la supuesta adecuación de la legislación propia a la normativa europea o la excepcionalidad de la pandemia, han servido argumentalmente para que la capacidad de autogobierno vasco se haya visto achicada en beneficio de un nuevo poder central.

Especial relevancia en este achique de espacios ha tenido toda la batería de medidas adoptadas extraordinariamente en estos últimos catorce meses de estado de alarma. No ha habido decreto que no haya solapado el marco autonómico. Solapado, olvidado y sustituido. Comisiones interterritoriales, sectoriales, de presidentes autonómicos, decretos leyes ómnibus ratificados en el Congreso sin posibilidad de afinar matices, etc. Toda acción ha supuesto una vuelta de tuerca más contra la originaria relación bilateral estatutaria, reforzando la recentralización.

Si la competencia sanitaria era materia exclusiva de las comunidades autónomas, ¿por qué era el Gobierno español quien determinaba las medidas a aplicar homogéneamente en todo el territorio del Estado? ¿Qué tenía que decir de las vacunas el Ejecutivo español si ni era de su jurisdicción ponerlas ni tenía personal a su cargo que las administrara? ¿Acaso las comunidades -la nuestra sí- no tenían cuadros técnicos capaces de tomar científicamente esas decisiones, de acuerdo con las recomendaciones de la Agencia Europea del Medicamento?

Pasado el tiempo y el momento crítico, estas preguntas que hoy son pura retórica pueden ilustrar el rol todopoderoso de un Gobierno cuyas decisiones eran notificadas -por mucha sesión de videoconferencia que se celebrara- una vez adoptadas. Por no hablar de las consecuencias provocadas por las interpretaciones legales hechas desde los diferentes órganos judiciales cuyos autos y sentencias desafinaron con estruendo en una orquestación de pronunciamientos contradictorios.

El último episodio de este asedio permanente ha acontecido como consecuencia de otra decisión judicial del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. La Sala que preside el polémico juez Garrido, ante un recurso de la Liga de Fútbol profesional, enmendó la plana a la resolución adoptada por el Gobierno vasco en relación a los aforos permitidos en los estadios en la actual coyuntura de pandemia. La alineación de Garrido a favor de las tesis de la asociación que preside Tebas no puso en solfa la capacidad de la Comunidad Autónoma de establecer unos límites de aforo. Fue más allá, pues su providencia se fundamentó en una reinterpretación de la situación pandémica en Euskadi, enmendando la plana y sustituyendo el papel no solo del Gobierno sino al LABI y al cuadro técnico que asesoró la fijación del criterio autonómico.

Es grave, muy grave, que un tribunal se extralimite de esta manera. Y no lo es menos que los clubes de fútbol del país no hayan dicho nada en relación a la desautorización de la gestión de las instituciones autonómicas, aplaudiendo por lo bajini el sopapo judicial ya que éste les permite acoger más público en sus instalaciones o, lo que es lo mismo, más pasta en su recaudación. Huevo contra fuero. Así de simple.

Pero la acción del juez Garrido por poner a prueba la solidez del autogobierno vasco no termina aquí. El euskera y la normalización de su uso en el país es otra de las materias en las que su mano se ha dejado notar. La suspensión de la oferta de empleo público del Ayuntamiento de Irun o su reciente determinación de solicitar del Tribunal Constitucional un dictamen en relación a la Ley Vasca de Instituciones Locales tras recurso de Vox amenaza con romper con la naturalidad y la normalidad con la que el uso de del euskera se ha prodigado en el ámbito institucional vasco. Cinco años después de la aprobación de la Ley Municipal -cinco sin conflicto alguno- se cuestiona su legalidad y se eleva al Constitucional para que éste analice si su contenido se ajusta o no a derecho por demanda de la extrema derecha. Cinco años después, pendientes de un dictamen que no anticipa nada bueno.

La pasada semana, el Gobierno vasco, de la mano de la consejera Garamendi, presentaba una publicación titulada La erosión silenciosa en la que el Ejecutivo de Gasteiz recogía diversos informes técnicos que acreditan la degradación competencial generalizada provocada por la acción del Estado sobre la capacidad de actuación de las instituciones vascas. La invasión competencial observada afecta a cuestiones cotidianas y de gestión del día a día. Ya no es una pugna política sino el menoscabo de la capacidad de actuación administrativa.

Antaño, cuando se observaba un intento de soliviantar el marco de autogobierno, se levantaba el tono de voz y se denunciaba, con más o menos estruendo, el intento de quebranto de la autonomía. En numerosas ocasiones, la protesta generó movilización popular en una queja de carácter defensivo que, si bien podía ser poco productiva, evidenciaba un estado de atención social permanente en la defensa del ámbito vasco.

Pasado el tiempo y en la medida en la que el asedio al marco estatutario se ha hecho más sibilino y menos visible, la respuesta reactiva del campo político representado por el nacionalismo se ha ido atemperando. Hoy, el Gobierno vasco habla de “erosión silenciosa” y a la misma, la sociedad de Euskadi asiste como aletargada, en una posición en la que parece poco vigilante y motivada en la custodia.

La recentralización gana espacio con paso firme y hasta quienes se decían defensores de un Estado “plural” tienen la tentación, so pretexto de la igualdad de derechos, de homogeneizar poderes y servicios (normativa básica para igualar los servicios de salud, los ratios de enfermería, de bomberos, etc.)

El afianzamiento del autogobierno, la construcción de Euskadi como proyecto nacional de futuro, es la acción nuclear de quienes nos definimos como nacionalistas o abertzales. Autogobierno para tener ocasión de desarrollar una expectativa de vida propia, una oportunidad de alcanzar el bienestar en una comunidad, en un país que quiere labrar su porvenir libremente. Sin tutelas ni imposiciones. El Estatuto de Gernika, con todas las limitaciones imputables al contexto y al tiempo en el que fue aprobado, fue y sigue siendo un instrumento valioso para el reconocimiento de la identidad del Pueblo Vasco haciendo posible la institucionalización de Euskadi y, por ende, alcanzar el grado de progreso, bienestar y justicia social que hoy disfrutamos. Quizá, por ese valor, su potencialidad siga siendo horadada por quienes desde el 79 pensaron que se “había ido demasiado lejos”.

Se necesita, por lo tanto, una reacción. Y esa respuesta solo será efectiva a través de un gran acuerdo entre vascos que promueva el cumplimiento íntegro del marco autonómico y que actualice su fundamento jurídico reconociendo nuestra identidad nacional y blindando el “fondo de poder” competencial de la lectura unilateral y la subordinación a través de mecanismos que garanticen seguridad jurídica para un autogobierno pactado. Se acabó el tiempo de los reproches y de alimentar las diferencias. Es tiempo de poner pie en pared.

* Miembro del EBB de EAJ-PNV