ALMART es la empresa americana con mayor número de empleados, casi dos millones, la mayoría de los cuales necesitan de bonos de comida y otras ayudas públicas para llegar a fin de mes, mientras sus propietarios, la familia Walton, es una de las más ricas del país y del mundo. En sus centros comerciales es habitual ver a gente muy mayor junto a las puertas de salida, empleada para revisar los carros de la compra como recurso para poder completar una pensión insuficiente o inexistente. El éxito de Walmart, un precedente presencial de Amazon, ha provocado la destrucción de muchos pueblos y pequeñas ciudades del sur y del este americano, eliminando a partir de los años 80 al pequeño comercio local. Paradójicamente, mientras muchos de sus proveedores están en Asia o Centroamérica, buena parte de su clientela es la base electoral del trumpismo.

En áreas rurales especialmente deprimidas, donde el consumo de opiáceos y metanfetaminas se ha convertido en un enorme problema social, no es extraño que, sobre la pared de entrada a la nave comercial, frente a las cajas de pago, suela haber un listado con los nombres de los soldados locales caídos en las recientes guerras americanas de Irak y Afganistán. Salvando las distancias, pueden recordar a la vidriera que en la iglesia de Hauteville menciona el nombre de los caballeros normandos que participaron en la conquista de Inglaterra o a los monumentos que en Iparralde rinden homenaje a los que nunca volvieron de las dos guerras mundiales.

En la hermosa zona de los Apalaches, donde el desempleo y la precariedad laboral es endémica, una parte significativa de la juventud tiende a alistarse. El ejercito se ha convertido en una de las pocas salidas profesionales para obtener recursos, o para poder acceder a la universidad, y muchos jóvenes terminan participando en invasiones y en la ocupación de países lejanos. Para la propaganda se trata de héroes, caídos en la defensa de su país o heraldos de la democracia americana, cuyo reconocimiento corre parejo al silencio que acompaña a las innumerables víctimas de esas agresiones. Si allí las víctimas americanas para seguir alimentando el negocio de la guerra no llegan a diez mil, la cifra de víctimas "nativas" en Irak provocadas por la voracidad imperialista tal vez podría alcanzar un millón y en Afganistán cientos de miles. Como expresó Tucidides en su celebre Guerra del Peloponeso, "los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben". Dos mil años después, algunos todavía creen, o quieren hacer creer, que imperialismo y democracia son incompatibles o que la ley no tiene su habitual origen en la fuerza.

Tras las masivas movilizaciones de una juventud que no quería ser reclutada para ir a Vietnam, Estados Unidos eliminó la conscripción y el ejercito americano pasó a ser profesional. Sin embargo, con el nuevo milenio, una de las transformaciones más significativas del neoliberalismo ha sido la parcial privatización de la guerra y del ejército porque, aunque nominalmente sea EE.UU. quien está en guerra, la mayoría de las tropas americanas en Irak y Afganistán pertenecen a compañías privadas cuyo personal está además exonerado de responsabilidad penal ante tribunales internacionales. El presupuesto de defensa estadounidense supera ya los setecientos mil millones de dólares, superior al gasto conjunto de China, India, Arabia Saudí, Francia, Japón, Alemania o Reino Unido, y da continuidad al complejo industrial militar sobre cuyo poder advirtió Eisenhower.

Dando la espalda a nuevas intervenciones militares, probablemente lo mejor de su mandato, el trumpismo ha sabido acumular votos, disminuyendo los riesgos que acompañan a quienes viven asociados a las guerras que la administración de W. Bush puso en marcha apelando a una interminable lucha contra el terrorismo, y a las que luego Obama dio continuidad con la colaboración de Hillary Clinton y Joe Biden. Trump también ha contestado, retóricamente, el modelo mercatorio impulsado por la administración Clinton a finales de los años 90, con el que se impulsó la financiarización y la deslocalización industrial. Pero, aunque ha sabido presentarse como una alteridad frente al establishment, Trump visibiliza un nuevo capítulo del desmoronamiento americano que la pandemia ha agudizado. A pesar de sus enormes logros tecnológicos, EE.UU. ha derivado en un sistema con enormes desigualdades, precariedad laboral y pobreza, con déficits sanitarios y educativos escandalosos que conviven con hiperbólicos beneficios para los más ricos y una masiva elusión impositiva que favorece a las grandes corporaciones.

Este modelo, dominado por la publicidad y la propaganda, poco tiene que ver con el mito del sueño americano que alentó el traslado de decenas de millones de europeos al otro lado del atlántico. Su persistente capacidad de atracción deriva de un continuo flujo/saqueo de recursos desde el resto del mundo y del monopolio americano para emitir dólares, todavía la moneda de pagos internacional. Con su agresiva política imperial, EE.UU. alimenta los desplazamientos migratorios y garantiza la retórica evangélica de la tierra prometida, ahora reivindicada por Obama para comercializar el título de sus memorias. Pero para la mayoría de los descendientes de los millones que durante 200 años fueron forzados a recorrer el Atlántico para trabajar como esclavos, padecer después 100 años de segregación, y que aún soportan un racismo estructural, América nunca ha sido una tierra de promisión.

Durante su mandato, el trumpismo ha convertido el aparato judicial en un bunker conservador y nombramientos que afectan tanto al Tribunal Supremo (3) como al circuito federal de jueces (224, en su mayoría jueces de distrito y de apelaciones) han asegurado una sólida mayoría republicana como freno al empoderamiento electoral de las minorías. En la batalla para tratar de mantener el dominio de la América vintage se ha apuntalado una disparatada doctrina, denominada originalismo, que pretende interpretar la constitución americana según el sentido común de una persona del siglo XVIII. Su principal representante en el Tribunal Supremo fue el juez Antonin Scalia, fallecido en 2016, una de cuyas colaboradoras más estrechas es la recientemente nominada jueza del alto tribunal, Amy Coney Barrett, miembro también de un movimiento ultracatólico. El originalismo, en tanto que fórmula de interpretación contraria a la adaptación a los tiempos, es un método de poder que permite justificar y perpetuar el supremacismo blanco de la sociedad americana. Una suerte de barra libre para poder dar marcha atrás en relación al aborto, el matrimonio homosexual, la igualdad racial y de género o los derechos sindicales y civiles. Con una mayoría conservadora de seis a tres en el Tribunal Supremo y con jueces de por vida a los que les pueden quedar aún treinta años de ejercicio, el margen de maniobra del trumpísmo para, a pesar de su derrota electoral, poder esquivar mayorías, parece asegurado.

* Profesor de Derecho Constitucional y Europeo de la UPV-EHU