estas alturas pocos lectores no sabrán que el Gobierno vasco sometió determinadas medidas que pretendía adoptar en la lucha contra la covid-19 al criterio del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV), con el resultado de que éste ha resuelto que consideraba alguna, antes del estado de alarma, ( la prohibición de reuniones de más de 6 personas ) no conforme con la legalidad por restringir derechos fundamentales de la ciudadanía sin cobertura jurídica suficiente.

Esta consulta tiene como fundamento lo que dispone el artículo 10.8 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, tras la Ley 3/2020 de 18 de Septiembre, sobre que las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia conocerán "de la autorización o ratificación judicial de las medidas adoptadas, con arreglo a la legislación sanitaria, que las autoridades sanitarias de ámbito distinto al estatal consideren urgentes y necesarias para la salud pública o impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente" (cuando si lo estén, o se trate de actos administrativos singulares, el artículo 8.6 atribuye la competencia a los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo).

Se trata de una disposición completamente desafortunada. Se comprende perfectamente que gobiernos y administraciones públicas estén interesados en conocer de antemano el parecer de los jueces sobre las posibles decisiones que puedan adoptar. Más aún cuando tanto por lo inédito de la coyuntura como por la urgencia con la que debe decidirse y las consecuencias de las decisiones, sea cual sea su sentido, estas son difíciles y complejas. Pero la solución escogida no es la más afortunada. Si hay dificultades en la interpretación de las normas, y los propios asesores jurídicos de la administración no pueden ofrecerle criterio seguro, o si las normas en vigor no se acomodan a las necesidades del momento, lo que habría que hacer, en primer lugar, sería reducir esa complejidad creando leyes nuevas o modificando las existentes para disminuir al mínimo las posibles divergencias interpretativas, antes que desviar responsabilidades o buscar quien las comparta.

Cuando eminentes juristas, como el emérito del Tribunal Supremo Martín Pallín, escriben tratados sobre "el gobierno de las togas", cuando en el argot político se hablaba ya, antes de la pandemia, del "gobierno de los jueces" (y no en sentido favorable, precisamente), incrementar la intervención de éstos en el ámbito de la toma de decisiones políticas constituye un error. Por una razón elemental: a los responsables políticos puede exigírseles responsabilidad por sus decisiones erróneas en el terreno político (se tienen que someter a ello en cada elección) y cada día con más facilidad también en el terreno penal y en el administrativo, mientras que exigir responsabilidades a jueces y magistrados, juzgados siempre por colegas del gremio, es hoy por hoy un esfuerzo quimérico, salvo que sea consecuencia de querellas o rencillas internas en el ámbito judicial.

El poder político cuenta con el contrapeso del judicial al que pueden someterse sus decisiones (más allá de que el control deba ser en muchas ocasiones más de forma que de fondo), pero el poder judicial carece en España de contrapeso alguno. Mientras esto sea así, cuanto más lejos situemos al juez de la toma política de decisiones mejor estaremos. No es que a estas alturas crea uno en la separación de poderes, a la manera clásica, mucho más que en los Reyes Magos, vista la conexión inextricable entre el ejecutivo y el legislativo, pero precisamente por ello es aún más importante mantener la distancia del judicial respecto de ambos. Y no es ésta la línea que siguen las modificaciones de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.

Sin embargo, no son tan solo cuestiones teóricas o de principios las que sustentan estas conclusiones. La intervención judicial en las decisiones previas a la efectividad jurídica de las normas tiene múltiples objeciones de naturaleza, digamos acaso más práctica. La más destacada de todas ellas supone una vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva -es preciso recalcar lo de "efectiva"- que proclama el artículo 24 de la Constitución. Si han leído con atención el artículo 10.8 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, se darán cuenta de que existen en él dos protagonistas tan solo: las autoridades sanitarias y la Sala enjuiciadora. Falta, obviamente, el tercero, el ciudadano cuyos derechos fundamentales se restringen (por más que pueda oponerse que está representado por las autoridades que ha elegido).

La Sala adopta su resolución, oídos tan solo los argumentos de la autoridad sanitaria, mejor o peor fundados, que en el transcurso de esta pandemia de todo hemos tenido oportunidad de ver. Sin embargo, el ciudadano tiene derecho a obtener de los jueces la tutela efectiva de esos derechos acaso indebidamente restringidos y, tal vez, de forma individual o agrupado en colectivos que lo representen (sindicatos, asociaciones de comerciantes y hosteleros, confesiones religiosas, incluso partidos políticos) considere oportuno presentar recurso. ¿Puede predicarse en tal caso la independencia y objetividad de quienes tendrán que analizar un recurso habiendo legitimado previamente ya la norma en un trámite previo, sin haber oído los argumentos de los recurrentes? ¿Con qué esperanza, no ya de éxito, sino de mero trato procesal equitativo podrá enfrentarse cualquier recurrente a una situación de estas naturaleza? ¿Será en este caso la tutela de sus derechos lo "efectiva" que reclama el artículo 24?

La administración cuenta en nómina con un cualificado elenco de asesores jurídicos. Son ellos los que deben orientarla en la toma de decisiones. Si la mala calidad del instrumental legislativo con el que deben enfrentarse a la pandemia obstaculiza esa tarea, es el instrumental el que debe ser objeto de reforma y adaptación (y hasta la Constitución, art.135, fue objeto de modificación en un solitario mes y de verano). Convertir a los jueces en asesores jurídicos de gobiernos y administraciones, por limitado que sea el supuesto y excepcional que sea la circunstancia, no es una buena idea. Porque no pueden ser ambas cosas al mismo tiempo, sin menoscabo de alguna de ellas. Y de la Justicia con mayúsculas.

* Analista