raíz de los comentarios surgidos hace cuatro años por la publicación de la novela Patria, que ahora se han reproducido debido a su adaptación a una serie televisiva, voy a desvelar dos falacias que tienen la paradoja de poder ser complementarias siendo defendidas por antagonistas ideológicos. Muchos de los que lo hemos vivido lo tenemos claro, pero quizás las nuevas generaciones no tanto.

La novela me resultó entretenida, me enganchó y el tema era lógicamente conocido. Me gustó, por tanto, como novela, que es lo que es. No es un ensayo o un libro de historia. El mismo autor reconoce que no juega en el terreno de la realidad sino en el de la representación ficcional. No se refleja, porque es imposible, la situación con todas sus variables; los personajes son un tanto unidireccionales -en un sentido o en el otro- y la cruda realidad es más compleja. La novela se desarrolla en un pueblo pequeño, desconocido y condescendiente -también lo es el sacerdote- con la lucha armada. Y esto, que sí puede reflejar algún caso concreto, no es en absoluto un reflejo ni del clero en general ni de la sociedad vasca en su conjunto, como han pretendido algunos (esta es una primera falacia a desmontar); la inmensa mayoría no fue ni permisiva ni condescendiente ni justificativa con el terrorismo. Aun así, puedo entender que muchas víctimas hayan podido reconocer y recordar el vacío y hasta la sorprendente culpabilidad social y política que sufrieron.

Es pronto para hacer historia, nos hace falta una mayor perspectiva temporal, pero que no nos manipulen con relatos parciales y de parte. Conviene matizar que la ETA que surgió a finales de los años 50 pretendía luchar por una Euskalherria independiente y socialista, encararse contra el fascismo y contribuir a un mundo mejor. En los primeros militantes -el propio autor de la novela, Fernando Aramburu, como cualquier joven vasco de la época, refiere que lo podía haber sido- existían esos ideales. La revolución cubana era un referente y, como aún no se le había caído la careta al socialismo real, no se sabía que el paraíso no existía en la Tierra. No obstante, fue una minoría de jóvenes la que dio el paso; a la mayoría o les horrorizaba la violencia (muchos ya atisbaban que engendraba más violencia y que no existía una legitima y otra ilegitima sino que todas eran perversas), o les espantaba por razones humanitarias, religiosas o de cultura familiar. Y puede que también se prefiriese la prudencia (cobardía la llamarían otros) para que se arriesgasen los que tenían espíritu revolucionario. Los que dieron el paso en ese periodo pretendieron encarnar -como así se les reconocía aunque no se estuviese de acuerdo con sus métodos- la lucha por la libertad y contra una larga dictadura que surgió de un golpe de estado y tras una cruenta guerra incivil.

El dictador moriría en la cama -eso sí, firmando sentencias de muerte- a finales del año 75 y la transición empezaría poco a poco. Hubo una ley de punto final que equiparó a verdugos y víctimas. Los herederos de los antiguos luchadores contra la dictadura decidieron que nada había cambiado y que la lucha continuaba, perdieron el norte, decretaron y ejecutaron sumariamente a todo el que consideraron discrepante u obstáculo para su quimera -la socialización del terror, le llamaron- y el denominado impuesto revolucionario fue una execrable extorsión. El terror se aplicaba hasta a sus antiguos generales que se volvían críticos. Amos Oz nos recordaba que el fanatismo es un elemento intrínseco a la naturaleza humana. Es la otra falacia, por la otra parte, que hay que desmontar: no eran gudaris, no eran luchadores por la libertad sino un terror para su pueblo. Por otra parte, no olvidemos -tampoco lo hacen la novela ni la serie- que las cloacas del Estado funcionaban y no estábamos en la dictadura.

Conviene recordar asimismo que, a día de hoy al menos, quedan pendientes de expresarse dos disculpas-reconocimientos por el incalculable daño causado y el infinito dolor infringido a las víctimas, directas e indirectas, y a la sociedad, vasca y española. Por una parte, por los fanáticos y sus apoyos que, creyéndose libertadores, además de transmitir sufrimiento mancillaron a su pueblo. Por otra parte, por los que teniendo los monopolios de la violencia y de los fondos reservados hicieron uso ilegítimo y vergonzoso de los resortes del Estado, al cual también deshonraron.

Para terminar, un deseo. Aunque, mientras las falacias persistan y los reconocimientos no surjan no podremos cerrar el libro de nuestro reciente y turbulento pasado; al menos que nadie ose en nombre de ningún sacrosanto ideal volver a utilizar ningún tipo de violencia.

* Analista