I nieta Adriana tiene 9 años. Es muy bonita y siempre espero su visita porque ya ha sustituido a su padre -mi hijo- a la hora de explicarme mis eternas dudas tecnológicas; cómo funciona mi televisor nuevo o qué debo hacer para enviar mensajes múltiples sin meter la pata y mandar lo que no debo a quien no debo. Solo apretar un botón equivocado puede ser un auténtico desastre que no siempre puedo arreglar. La semana pasada le pregunté esa cuestión que niños y mayores nos solemos hacer en esos momentos intrascendentes que soñamos por soñar: "¿Qué es lo que te gustaría ahora, si pudieras elegir cualquier cosa del mundo?". Adriana, sin dudar un segundo me respondió: "Que se termine el covid".

Así, sin dar más vueltas, concluyó esa divagación absurda que nos solemos hacer pensando en sorpresas grandiosas. Creemos que los niños, como niños, no se dan cuenta de lo que ocurre. Nuestros niños se han hecho mayores en este año 2020. Han aprendido a no jugar en la calle con sus amigos, a no celebrar cumpleaños y a estar en casa leyendo, dibujando o jugando con la solitaria compañía de la tableta. Adriana ha tenido la suerte, en este lago encierro, de salir un poco más para pasear a Duna, una perrita blanca de nueve meses más grande que ella. Duna es una golden retriever (tuve que escribir el nombre para que no se me olvidara) que crece cada mes más que mi nieta, aunque Adriana es muy alta.

El mundo entero queremos que esta pesadilla termine. Sin casi respirar, hemos esperado la vuelta al cole, deseando que la normalidad entre lentamente en nuestras vidas. Los pequeños, obedientes con sus mascarillas. "Llevarlas es incómodo -decía una niña por TV-, pero es mejor que morirse". Lentamente, después de una huelga discutible, los niños vuelven a sentarse en los pupitres.

Como Adriana, más de una vez he pensado que el país que visitaría mil veces es Yemen. Recientemente, en un boletín de noticias televisivo, se decía que ya es posible viajar a Yemen. Creo que pensar en volver a Yemen ahora es un despropósito tan grande como perderse en Nepal (un país que siempre he soñado con visitar). No puedo imaginarme una ruta turística por los destrozos de la guerra. Aquí hubo un palacio, más allá un arco pintado como un dibujo de niños naif, allí -adentrándote por una carretera imposible- existió la reina de Saba que tuvo un hijo con Salomón, Menelik, rey de Etiopía. Dicen que Menelik robó de Israel el Arca de la Alianza para llevarla a su reino. También salieron desde aquí los Magos hasta Belén siguiendo una estrella que€ Todo este mundo de Las Mil y una noches, hace muchos años llenó mi cabeza de sueño y mi maleta de olor a incienso y mirra. No sé si quedan mercados de incienso -me temo que no- y dátiles dulces como la miel, nunca he vuelto a comer tan sabrosos. No solo es el coronavirus quien nos separa del resto del mundo. Este bicho maligno entró antes en forma de pólvora para destrozar los más bellos rincones del planeta. Los castillos templarios de Siria también han desaparecido. Y parte de las ruinas de Palmira. La humanidad, ahora tan castigada, ha sido cruel antes con muchos inocentes. Hemos destrozado el paisaje, los ríos, los bosques, la tierra entera. Quizás usted y yo solo tiramos unas hojas de periódico, una bolsa de plástico, una colilla de cigarro... pero fueron miles como nosotros los que repitieron el gesto y todos juntos hemos hecho una bola de inmundicia. Quizás la naturaleza, enfadada, es la creadora de este virus infernal que ahora nos mata lentamente.

Después de vivir esta insólita guerra mundial por un bicho, estamos asistiendo a un nuevo fenómeno: la guerra por conseguir la vacuna. Vamos tachando oportunidades mientras los investigadores no salen del laboratorio ni para comer. Conseguir primero este milagroso vial es el sueño de todos los países. Los grandes buscan arriesgarse para que salga bien, aunque de camino no todos los resultados sean positivos. En esta extraña carrera, empiezan a contarse bajas que no son alentadoras, pero los sabios siguen reventándose la cabeza hasta encontrar, ese nosequé. Alguien dijo que todo lo bueno de la vida es gratis; en esta ocasión, ese aforismo tan bonito no es cierto. Hay muchos millones detrás. Mucho dinero esperando el gran milagro que se esconde en un minúsculo tubo de ensayo en el que se apelotonan las esperanzas de volver a vivir con serenidad y olvidarnos de este año bisiesto; que los supersticiosos dijeron que los bisiestos nunca fueron buenos.

En esta carrera -mucho más agotadora que la carrera armamentística- el que no duerme ni una noche entera es Donald Trump. Espera, como agua de mayo, la vacuna para sumar votos en su campaña electoral. A los demás -usted y yo, personas corrientes de a pie- nos parece que lo importante no va a ser llegar el primero sino llegar. A los habitantes de este mundo sufriente nos da igual el país que lleve el dorsal. En este tiempo hay algo que hemos aprendido: a tener paciencia. En las Escrituras se lee que el calendario de Dios es distinto al de los hombres, para Dios un día es como mil años y mil años como un día.

Necesitamos un loco maravilloso que levante la chistera y, en lugar de paloma, saque una ampolla mágica. Hay que desear, a los sabios que investigan por nosotros, un gramo de locura que les haga exclamar: ¡Eureka, lo encontré!

Esta mañana he entrado en una iglesia del centro de Bilbao. En la puerta había un cartel que decía: "Aforo máximo 120 personas". Estaba vacía. He pensado que ese número ya no se alcanza ni en los bautizos, bodas o funerales. Todos estamos asustados y, sin querer, miramos con miedo a los que tenemos cerca. Igual el virus está al lado, igual no debiéramos estar aquí, igual€ Y cada vez vamos omitiendo costumbres diarias que antes nos hacían felices. Hasta los museos exponen sus obras sin visitantes. Es el mundo al revés de Alicia: "Tú eres loco chiflado, pero déjame decirte un secreto, algunas de las mejores personas lo son".

Mientras, enfermos que parecen cuerdos echan explosivos y los incendios iluminan el cielo con su juego de muerte y hace unas semanas se fue al más allá Diana Rig, la irrepetible Tyrell de Juego de Tronos. Después de decir en la serie: "Ahora la lluvia llora sobre nosotros", se tomó el veneno y nos dejó una frase que siempre se recordará: "Decidle a Cersei que quiero que sepa que fui yo". Genio y figura hasta la eternidad. No se llevó de viaje ningún secreto a la tumba.

Pero cada día algo nos hace sonreír. En el museo de Orsay, en París, se prohibió la entrada a una joven -preciosa, por cierto- que llevaba un generoso escote. El portero, deseoso de cumplir la norma de "no alterar la tranquilidad pública", considero imprudente que accediera a la sala de exposiciones a ver cuadros de diosas y ninfas no con escote sino desnudas. El pudor del empleado vuelve a ser motivo de discusión. La mujer siempre es discriminada, por llevar burka en Yemen o por enseñar el nacimiento de sus pechos. Del siglo XXI hemos regresado a la corte de Luis XIV. No, a otra más pudibunda, porque en los salones del Rey Sol, en Versalles, se coloreaban los pezones para que resaltaran en su escote. En fin, el museo francés ha decidido revisar las reglas vigentes del centro cultural público.

Para seguir sonriendo, Fernando Simón, el dulce señor que nos cuenta los progresos del coronavirus en el país, se cortó su melena rizosa para disminuir la deliciosa bohemia de su físico. Ahora, más serio, de vez en cuando, en este camino tortuoso del covid nos asegura que en este segundo ataque estábamos algo mejor preparáramos. ¡Bendito sea Dios y su Santa Madre! Hoy quizás durmamos de un tirón.

* Periodista y escritora