AS vacaciones de verano que recuerdo solían tener otras preocupaciones. Eran momentos para asalvajarse. Para que las rodillas se llenaran de postillas tras las caídas en bicicleta. Tiempos de quemaduras solares. De cremas balsámicas post para aliviar los efectos de la piel enrojecida. Momentos irrepetibles de pescar cangrejos en el río. De estudiar en la cocina ante la atenta mirada de la madre y de su zapatilla veloz ante cualquier intento de huida.

Agosto era el mes de las chicharras. De la arena en la tortilla de patatas playera. De bucear en la piscina hasta que se arrugaran los dedos de los pies. Tiempos de cuadrillas. De cervecitas y corrillos. De disfrutar de la frescura de la noche. De mosquitos y luciérnagas. De las lágrimas de San Lorenzo en el firmamento estrellado. El verano ha sido eso y muchas cosas más. Cada cual lo ha disfrutado de una manera diferente. Pero, por lo general, ha sido, y para muchos sigue siendo, un momento de desahogo; de goce y de felicidad.

Por eso hoy se nos hace raro mirar al calendario y reconocer el estío cuando nos invade la adversidad. No es fácil recrear tal ambiente cuando una enfermedad pandémica mantiene su letalidad en el mundo frente al desamparo de no haber hallado aún remedio que la combata. Y, lo que es peor, cuando constatamos la estupidez de muchos que ignoran sus secuelas arriesgando no ya su bienestar sino el de todos. Inconscientes de farra y botellón.

Me temo que tendremos un verano y unas vacaciones solo de melancolía. De lo que fueron y no son. De añoranzas y poco más.

Mi pesimismo se cimenta en el cúmulo de acontecimientos negativos que se agolpan en estos últimos días. Aunque hubo otras fechas oscuras, no recuerdo un periodo estival tan triste como el actual, en el que las principales preocupaciones son la salud y el desplome del empleo y la economía.

Hoy, de nuevo, la sección de las buenas noticias ha desaparecido de periódicos e informativos y la palabra “crisis” ya no es el refugio de una incertidumbre desconocida pero latente, sino el agujero cierto en el que han caído miles de puestos de trabajo.

El retroceso económico es tan evidente que hasta las tesis más pesimistas han fallado por defecto. Lo hemos conocido los pasados días; el Producto Interior Bruto -la riqueza global generada en un país- se retraerá en Euskadi un 20% en términos anuales y el empleo se reducirá en similar proporción. Ocho puntos más de sima que la que los expertos dictaminaban con los primeros datos, lo que da una magnitud del desastre en ciernes. Las consecuencias comienzan a verse a modo de anuncios de despidos masivos (Tubacex, ITP, Aernova, Gamesa…) Pero las malas noticias van a continuar y obviar este panorama no ayuda a afrontarlo con realismo.

La pandemia ha tenido un impacto directo en el pequeño comercio, en las pymes, pero también ha afectado de manera acusada a sectores industriales como la automoción, el transporte público, el ferroviario y también el de la aviación. La caída de actividad, la ausencia de demanda, la restricción de movimientos... nos van a dejar un sombrío verano y un más crudo otoño.

Lo habíamos advertido. Y nuestra voz fue acusada de defender a los poderosos frente a la salud colectiva. Demagogia de carroña de quienes exigían el cierre de toda la actividad productiva bajo el falso dilema de salud o economía. Defensores de la vida de pancarta y agitación que recomendaban vivamente someter al país a una sedación colectiva de parálisis cuyos efectos, de haberse producido, habrían sido dramáticos. Si de ellos habría dependido, hoy estaríamos ante un desierto industrial del que, oportunistamente nos pedirían ser rescatados y protegidos institucionalmente. Ocurre siempre que quienes más critican son los que más exigen pero menos aportan.

Nos está tocando vivir una de las circunstancias más excepcionales que hayamos conocido nunca, tanto por su singularidad como por los riesgos para la salud colectiva y la profundidad de la crisis económica y social que se ha desencadenado. No hay un precedente en la historia en tiempos de paz de una caída de actividad semejante. Lo mismo ocurre en la todopoderosa Alemania o en los mismísimos Estados Unidos.

La foto fija resulta preocupante. Con una merma en los recursos públicos -vía recaudación- cercana a los 2.000 millones de euros, con la finalización de ERTEs que dan cobertura temporal a miles de trabajadores y con la amenaza de que el paro avance con efecto dominó una vez finalizado los escudos circunstanciales, la intervención pública y privada se hace ineludible ya. Porque hay que salir del pozo.

La consejera Tapia ha sugerido la posibilidad de hacer un esfuerzo entre la representación social de las empresas para, desde la flexibilidad y la seguridad, acordar el mantenimiento de las plantillas. Que todos arrimemos el hombro para evitar males mayores. Pero sus palabras han sido demonizadas por quienes etiquetan cualquier opción colaborativa como “neoliberalismo”.

Pero si el concepto de negociar salarios a cambio del mantenimiento del empleo lo desarrolla la secretaria general de LAB, Garbiñe Aranburu, la idea deja de ser una provocación neoliberal de quienes siempre se alinean con la patronal para convertirse en una propuesta responsable y positiva, a ojos de esa izquierda patriótica de consigna y agitación.

No esperemos en esta situación de alerta, por lo tanto, ni la más mínima concesión. Ni colaboración ni tregua de quienes viven cómodamente instalados en el reproche.

El próximo lunes se constituirá el Parlamento Vasco. Comenzará la duodécima legislatura de una institución que, esperemos, alumbre pronto un nuevo gobierno con la mayoría suficiente para ejecutar una acción decidida contra la crisis, un gobierno que sortee todos los obstáculos que la oposición disponga en su camino. El primer objetivo del nuevo ejecutivo será aprobar un presupuesto de respuesta a la depresión. Para hacerlo posible y habida cuenta la caída recaudatoria, se obliga a echar mano de fondos suplementarios, vía déficit y endeudamiento. La salud financiera de las instituciones vascas, que han gestionado con rigor las arcas públicas en los pasados años, permite a las administraciones de Euskadi proyectar endeudamiento extraordinario. Pero, como la determinación de la senda de déficit resulta tutelada por las instituciones europeas, se hace necesario pactar con el Estado los límites de ese déficit. Para eso resultaba urgente, necesario, convocar la Comisión Mixta de Concierto Económico lo antes posible. Así lo establece nuestro sistema jurídico de relación bilateral, algo que la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, ha eludido en todo momento. La portavoz y titular de Hacienda pretendía que Euskadi pasara por el aro de su tutela y lo que hizo fue alimentar un conflicto institucional y político de primer nivel. Pero las relaciones institucionales no pueden ser entendidas como un trágala o una imposición. El plante del lehendakari Urkullu y del PNV al gobierno de Sánchez era mucho más que el síntoma de un malestar. Era la constatación de que Euskadi no cejaría en su empeño por habilitar los fondos necesarios -los suyos propios- para hacer frente a la crisis. Era la constatación de que el próximo Gobierno vasco elaborará sus presupuestos atendiendo a sus necesidades económicas. Sí o sí.

A Pedro Sánchez le está costando darse cuenta de que con los nacionalistas vascos no valen los engaños ni las promesas incumplidas. Pese a la cofradía de palmeros que le ovaciona en el Congreso en un cesarismo inútil o la agenda mediática que sus asesores de imagen le preparan meticulosamente, Sánchez sigue siendo débil y necesita atesorar los apoyos parlamentarios que posibilitaron su acceso a La Moncloa. Hacer gobierno era una cosa y gobernar, otra bien distinta.

Desconozco en qué sustenta Sánchez su convicción de que su actual legislatura será “larga y fructífera”. Su escasa fiabilidad en el cumplimiento de los compromisos y la falta de respeto que en ocasiones su gobierno demuestra al statu quo del autogobierno vasco y su singularidad ponen en duda tal vaticinio. El porvenir que le aguarda, por estos derroteros, se presenta negro. Como la coyuntura que vivimos. El horizonte que se dibuja nos invita a la melancolía. Como el estío que nos envuelve.

Urkullu acaba de dar una nueva lección de responsabilidad y de firmeza. Ojalá Sánchez responda de igual manera. Que el espíritu de San Millán de la Cogolla y sus raíces literarias castellanas y euskaldunes nos proteja. Lo vamos a necesitar.

* Miembro del EBB de EAJ-PNV