ELICIDAD, qué bonito nombre tienes, vete a saber tú dónde te metes". Es la letra de una canción que, en el año 2001, popularizó el grupo La cabra mecánica. Años atrás, concretamente en 1982, Albano y Romina ya habían popularizado otra canción con el nombre de Felicidad (Felicità). Romina Power y Albano Carrisi fueron la pareja perfecta. Vendieron millones de discos cantando a la felicidad... hasta que llegaron los malos tiempos. Parece que los mismos malos tiempos se han aposentado también en nuestras vidas después de que un virus nanométrico haya conseguido noquear al mundo en su conjunto. En estas circunstancias, conviene saber qué nos hace felices o qué precisamos para lograr, la felicidad.

En nuestros días, al menos en el llamado primer mundo, nunca han existido mayores alternativas para ser felices, incluso en la situación que ahora nos toca vivir. Sin embargo, parece que vivimos en lo que se ha denominado como maldición de la felicidad. Vivimos sugestionados para sentirnos felices en una especie de dependencia con respecto a las emociones que nos hacen sentirnos así. Pero ¡ojo! que sentirnos felices no es lo mismo que serlo. En este contexto, hace unas semanas una información periodística analizaba un fenómeno preocupante: la situación en el Estado español respecto al consumo de ansiolíticos. Dicha información aducía que en España al menos dos millones de personas consumen ansiolíticos con regularidad. Es decir, según el citado artículo, hay más personas que consumen dichas sustancias que población diagnosticada por alguna enfermedad mental. Esta situación constituye, según algunos expertos, una auténtica bomba de relojería con un coste millonario para el sistema de sanitario. La cifra de consumo se ha ampliado de duplicándose el número de quienes admiten el consumo de algún tipo de ansiolítico de manera regular incluso sin prescripción facultativa. Se trata de una realidad que alcanza a distintos sectores de la población, con especial incidencia entre las mujeres y la población más joven. Los millennials y los posmillennials son la generación del lexatin. Son jóvenes más guapos, más altos, esbeltos, más preparados, más saludables... pero carecen de una estructura psicológica fuerte que les haga sobrellevar los vaivenes de cualquier existencia normal.

El ámbito laboral es también un ámbito sensible al consumo de ansiolíticos. Algunos expertos opinan que hasta el 20% de la plantilla de cualquier empresa toma benzodiacepinas sin diagnóstico médico que lo justifique. Quiero obviar ahora el problema latente que supone y las razones también que hacen que los médicos de asistencia primaria prescriban este tipo de sustancias para resolver síntomas de un problema no tratado, haciendo de España, literalmente, un país enganchado a los ansiolíticos.

¿Por qué no sabemos ser felices? Es la pregunta que lleva a otra, la del millón: ¿En qué consiste la felicidad? No poseo la piedra filosofal de la felicidad, ni la composición del bálsamo de fierabrás, capaz de curar todas las dolencias del cuerpo humano. Ojalá fuese posible, aunque, de ser así, seguro que tampoco erradicaríamos la infelicidad de nuestro entorno. Se ha dicho que la felicidad no es un estado, sino un propósito. Se trata más bien de una aspiración, un estado que debemos conquistar a lo largo de nuestra vida, que no finaliza, y que avanza a nuestro lado durante nuestra existencia. El caso es que durante este proyecto vital que todos emprendemos de manera singular tras el nacimiento comienza lo que se puede denominar como "la lucha por la vida". Esa lucha por la vida, en nuestro contexto social actual, lo incardinamos con el éxito profesional, social, etc. Parece, por tanto, que anudamos la felicidad a algo extracorpóreo y que, en definitiva, no depende de nosotros, pero que, sin embargo, nos genera muchas insatisfacciones y sufrimientos. Vivimos constantemente excitados porque estamos indefectiblemente llamados a salir de nosotros mismos, pero no con una finalidad de centrar nuestros intereses en los demás, sino para abandonar cualquier tipo de preocupación, evitando aburrirnos, pensar y mantener una cierta dosis de monotonía que favorezca la reflexión y el pensamiento crítico. Para Aristóteles, la felicidad es el fin del hombre y no hay mejor camino para su logro que la vida virtuosa, la buena vida, que requiere precisamente saber cómo conocernos, reflexionar y aplicar los conocimientos que se pueden adquirir con la lectura, evitando eso que Stuart Mill definió como tiranía de las mayorías. Se cuenta una anécdota protagonizada por Albert Einstein. Al parecer, regaló a un botones en un hotel de Tokio una nota en la que decía que una vida tranquila y modesta trae más alegría que la búsqueda del éxito y que esta última se encuentra ligada a un constante descontento.

Hoy día, nos encontrados al albur, al vaivén de las opiniones de la mayoría. Existe una tiranía social que nos arrastra de manera inmisericorde hacia lo que otros decidan por nosotros, unas veces bajo el paraguas del paternalismo social, político en otras ocasiones, pero en ambos casos mellando nuestra libertad gravemente. Se da así una dominación oculta, sibilina, enigmática y teledirigida que nos arrastra hacia la mediocridad, que nos hace infelices sin saberlo porque no olvidemos que la felicidad siempre requiere de la ausencia de dominación y que, por ende, esta requiere como presupuesto de la libertad. Pero para ser libre precisamos ser responsables, esto es, dejar de ser puerilmente, o inconscientemente, felices.

Nuestra sociedad no entiende, no entendemos, el lenguaje del aburrimiento, de la ascesis, de la introspección personal, de la reflexión... No admitimos que esas son la pautas que nos ayudan a ser felices. Hoy día somos igual de felices que un caniche enano, que un burro, o un caballo, precisamente porque nos hemos igualado a ellos al haber eliminado de nuestro prontuario el pensamiento crítico, la reflexión y el disfrute en general de la cultura. Nuestra pervivencia en un medio social notablemente infantilizado requiere siempre que otros, los llamados "expertos" que ahora se llaman "coach", mentores, entrenadores o vendebiblias de tres al cuarto, llenen nuestro vacío intelectual con terapias y recetas oportunistas, convenciéndonos de que la felicidad se encuentra a nuestro alcance -después, eso sí, de haber devorado libros de autoayuda- y prescindiendo de que las preguntas tengan ya todas las respuestas. Estos succionadores de ideas prefabricadas, aplicables tanto al adiestramiento de un jamelgo como de un humano, son los encargados de salvaguardar nuestro bienestar emocional, evitándonos la ansiedad, y el estrés, a cambio de unas cuantas técnicas bien diseñadas. Con ello nos dicen que podemos lograr la felicidad porque esta depende de nosotros. No es sino una respuesta puramente liberal en consonancia con los cánones de una sociedad de consumo, y desnortada, que nos ha ganado la partida.

La felicidad no es algo que sea programable, no hay interruptor para la felicidad, ni es el resultado de aplicar tal o cual método. La verdadera ayuda que debemos valorar es implantar el pensamiento crítico en cada uno de nosotros. Debemos ser capaces, desde nuestra perspectiva, de llegar a las decisiones que nos son más favorables. Todo radica en entender que debemos adoptar un modo de pensar, de ser, y de sentir, en nuestra vida. En este trayecto, la duda no debe interpretarse como un inconveniente sino, al contrario, como parte de este proceso que nos puede conducir a la felicidad. Ser feliz o trabajar en serlo, debe y requiere asumir la imperfección. A todos nos pasa, sobre todo cuando peinamos canas, que el gusto por la vida se adquiere con el paso del tiempo, cuando apreciamos justamente aquellas cosas por sí mismas y no por el beneficio que nos ofrecen. Para ello, necesitamos descabalgarnos de la lucha por él éxito y por idolatrar nuestro yo de forma enfermiza.

Una vida feliz requiere del equilibrio, de la constancia y del conocimiento; demanda, en definitiva, que dejemos de ser imbéciles, que caminemos sin báculo. Si unos consiguen ser felices no es porque sean más inteligentes o más dotados para lograrlo; lo son por ser sabios. Tal vez por ello una de las claves de la buena vida radique en el conocimiento. Conquistar la felicidad requiere dejar de ser ignorantes y supone, también y sin embargo, dar por sentado que el ser humano lo es. Porque dejar de serlo no se consigue de la noche a la mañana, no se puede lograr con una receta de nuestro médico. Necesita de un arduo camino.

Una vida feliz precisa de los bienes, y de ciertas posesiones, siendo elementos inexcusables en este proyecto; pero no debemos olvidar, que los bienes también son los bienes inmateriales, o los denominados bienes del alma. La felicidad o infelicidad siempre está dentro de cada uno de nosotros y no fuera.

Debemos controlar los deseos. La moderación de los mismos es lo que el equilibrio homeostático a la fisiología humana. El bien individual pasa inexorablemente por el bien colectivo. En definitiva, navegamos dentro de lo que Julián Marías denomina como imposible necesario, una irrealidad que forma parte de la realidad humana. Esto es la felicidad. Si decidimos que la felicidad no existe, tendríamos que inventarla. Entre tanto, sólo nos queda navegar en esa conquista.

* Técnico en Prevención de Riesgos Laborales Mondragon Unibertsitatea