A avanzada la década de los quizás mal llamados "felices años veinte" (recordemos la dictadura de Miguel Primo de Rivera 1923-1930), la nueva generación de dirigentes encabezada por José Antonio Agirre, comenzó a virar el rumbo ideológico del nacionalismo, acomodándolo a nuevos contextos sociales y políticos y buscando fortalecer un corpus ideológico inicial un tanto débil. No fue un viraje traumático sino paulatino, un aggiornamiento que no rompía amarras con el ideario de su fundador pero, en base a criterios de modernización, sí que establecía diferencias con los planteamientos sabinianos más clásicos.

La encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII (1891), dedicada a la cuestión social, que abogaba por los derechos de los trabajadores (asociacionismo, descanso dominical, prohibición del trabajo infantil, salarios justos y previsión social) y defendía la colaboración interclasista como vía intermedia entre un capitalismo degradante y un socialismo colectivizante y ateo, se convirtió en uno de los principales sustratos ideológicos de la entonces incipiente gran generación futura de líderes abertzales, sustrato que habría de desembocar en la conformación de la democracia cristiana como doctrina política.

En 1919, el primer Congreso de la Federación de Juventudes Vascas, celebrado en Vitoria, criticó la negligencia de la Comunión Nacionalista (nombre oficial desde 1916 y uno de los grupos en que quedó escindida la formación en 1921) en cuestiones sociales, solicitando la confección de un programa social abertzale que "subordinara la estrategia electoral a la cuestión social". Por aquellos años, el diputado foral de Navarra Manuel Irujo propugnó la creación de una Caja de Ahorros con el objetivo de lograr una reforma agraria en clave de acceso de los arrendatarios a la propiedad de la tierra que trabajaban; en 1922, el programa de la Comunión Nacionalista Vasca abogaba por la "búsqueda de un régimen de justicia social".

Aquel nacionalismo que en la Asamblea de Elgoibar del 8 de octubre de 1908 había hecho profesión de fe católica "aspira a que el Pueblo Vasco siga fervorosamente las enseñanzas de la Iglesia (€) con exclusión absoluta de toda doctrina condenada por la Iglesia católica", iba dejando atrás el integrismo y, si bien la asamblea de reunificación de Bergara de 1930 siguió proclamando a la religión católica como la única verdadera y que Euzkadi sería "Apostólica y Romana en todas las manifestaciones de su vida interna y en sus relaciones con las demás naciones y pueblos", ya no existían en el nuevo Partido Nacionalista Vasco referencias tan explícitas a la subordinación de lo político a lo religioso. El aranismo más clásico continuaba muy presente en ideólogos como Engracio Aranzadi Kizkitza, que afirmaba que el nacionalismo está intrínsecamente unido al catolicismo, pero el trasatlántico proseguía su ciaboga modernizadora.

El periodo republicano (1931-1936) marcó un antes y un después en la evolución ideológica del nacionalismo mayoritario, en su modernización interna y también en su ubicación futura dentro del eje izquierda-derecha.

Un primer hito de este proceso lo constituyó la ponencia de organización de la Asamblea Nacional de Tolosa (1932-1933), cuyos ponentes fueron José Antonio Agirre y Manuel Irujo. Dicha ponencia abrió el partido a la afiliación de sacerdotes (en línea con las tesis del italiano Luigi Sturzo), inmigrantes y consagró la plenitud de derechos para las mujeres militantes. Supero las reticencias de los "ortodoxos sabinianos" como Luis Arana o Ceferino Jemein y consolidó la posición política de los nuevos líderes, que consideraron absolutamente imprescindible que el PNV se dotara de un nuevo corpus ideológico sustentado en claves cristianodemócratas sin ápice de integrismo. Así lo expresó Irujo en carta enviada al futuro lehendakari: "Creo preciso que se piense en algo que sustituya al actual Manifiesto programa [de 1914] que no recoge nuestra actual realidad, que no mira a lo futuro, que tiene un corte tradicionalista, que no responde a nuestra vitola de pueblo en renacentismo".

Un segundo elemento a tener en cuenta en lo que hemos venido a calificar como ciaboga lo constituyó el largo y azaroso proceso de aprobación del Estatuto de Autonomía, objetivo fundamental del PNV en la II República. Si en el primer periodo republicano los jeltzales se unieron a la derecha católica y tradicionalista para impulsar un proyecto autonómico que englobaba a los cuatro territorios de Hegoalde, un proyecto que contemplaba competencias exclusivas en materia de relaciones con la Santa Sede (Estatuto de Estella), el bloqueo de este proyecto en las Cortes, la futura desafección del tradicionalismo navarro del proyecto autonómico conjunto redactado por las Comisiones Gestoras de las Diputaciones Forales (que no incluía clausulas religiosas) y la posterior paralización en la cámara legislativa española de mayoría conservadora de un nuevo Estatuto para Araba, Bizkaia y Gipuzkoa, llevó al principal partido abertzale a orientar su política de alianzas hacia la izquierda, rompiendo asimismo definitivamente con cualquier atisbo de posible supeditación de lo político a lo religioso: "La existencia del Estatuto es tanto como la existencia de Euzkadi, y esta no puede quedar al evento de una potestad más".

El PNV viraba hacia el centro y, cómo recordó años después de aquellos acontecimientos Manuel Irujo, 1934 fue un año clave: "Cuando nos fuimos de las Cortes (en solidaridad con las leyes agrarias catalanas), estábamos situados en el centro-derecha. Cuando volvimos a los cuatro meses, y después de la Revolución del 4 de octubre de 1934, nos encontramos situados en el centro-izquierda, junto a la Esquerra Catalana". Para el reputado historiador Juan Pablo Fusi, "el nacionalismo vasco en la II República era, a todas luces, un partido democristiano y moderado, que aspiraba a crear una sociedad vasca igualitaria sobre la base de una comunidad étnica, cultural y cristiana entre las distintas clases sociales".

Paralelamente, aquellos años sirvieron también para transformar a la principal formulación del nacionalismo vasco en una organización que transitaba cada vez con mayor solidez en la defensa de una vía intermedia entre "el capitalismo más egoísta y el socialismo estatista". En su tarea parlamentaria en Madrid, los diputados del PNV presentaron, siguiendo las reivindicaciones del sindicato Solidaridad de Obreros Vascos (hoy ELA) de desarrollo en el mundo proletario de un "salario variable", una Proposición de Ley sobre el salario familiar (jornal que se incrementaba en función del número de integrantes de la familia) y la participación de los obreros en los beneficios empresariales, fórmula esta que, en la mejor tradición democristiana, ya aplicaba José Antonio Agirre en su empresa de raíz familiar Chocolates Bilbaínos.

Durante la Guerra Civil, el nacionalismo vasco incrementó notablemente las relaciones con la intelectualidad católica francesa, muy especialmente con Emmanuel Mounier (contrario a la utopía capitalista del progreso material infinito) y de Jacques Maritain (protestante convertido al catolicismo), incorporando a su acervo ideológico las teorías del humanismo integral y del personalismo comunitario, opuestas al liberalismo individualista y a cualquier forma de totalitarismo, que buscaban al tiempo deslindar la fe religiosa de la ideología de derechas.

El largo exilio posterior consolidó aquellas posiciones muy conectadas con las corrientes más progresistas del catolicismo europeo, siendo el PNV el anfitrión (sede del Gobierno Vasco en París) de la reunión constitutiva en 1948 de los Nuevos Equipos Internacionales (antecedente de la Unión Europea Demócrata Cristiana); una democracia cristiana que, en opinión del dirigente abertzale Francisco Javier Landaburu era una modalidad de "democracia tolerante, humanitaria y social", que había de extender la justicia social tanto vertical como horizontalmente.

Tras la muerte del dictador, el PNV adecuó sus bases programáticas a los nuevos tiempos, y en la Asamblea Nacional de Iruña de 1977 se declaró partido aconfesional pero reconociendo su inspiración cristiana; en el apartado socioeconómico, enunció el concepto de que el trabajo debe ser emancipador y "estar al servicio del hombre (y de la mujer)"; proclamó la necesidad de que la democracia contribuyera a la igualdad social de toda la ciudadanía y, criticando duramente las posiciones de dominio resultantes del sistema capitalista, ratificó su apuesta por una tercera vía en sintonía con su tradición histórica y con el reconocimiento de que "existen unas importantes corrientes de opinión política como las basadas en el socialismo democrático, en la teoría sobre la autogestión, en las tendencias humanistas, que creen en un nuevo modelo social capaz de compaginar la exigencia de un sistema socialmente justo y la plena vigencia de las libertades democráticas".

Hoy, el nacionalismo vasco social humanista o socialdemócrata de inspiración cristiana, debe, desde su posición de centro progresista o de centro-izquierda, adecuar su discurso a las nuevas demandas y realidades sociales y políticas (muerte digna, derechos de las minorías sexuales, sostenibilidad energética y justicia ambiental, feminismo activo o desarrollo de nuevos cauces para el autogobierno y la emancipación vasca). Nuevos tiempos que requerirán, sin duda, de renovación de ideas y personas.

* Historiador