RÁCTICAMENTE la totalidad de los creadores de opinión mediática han coincidido en la idea de que hay un antes y un después de la pandemia, que nada será como antes, que la inseguridad creada por el covid-19 ha abierto una brecha definitiva en nuestro sistema de creencias. De nada sirvieron ciertos avisos previos, SARS y MERS (2003 y 2018). Como afectaron principalmente a Oriente, decidimos meter la cabeza bajo el ala y no quisimos darnos por enterados. No estábamos dispuestos a alterar el orden natural de las cosas, mucho menos a modificar nuestros modos de vida. Tampoco hicimos caso a las advertencias de los expertos, al fin y al cabo, solo eran advertencias que, en el mejor de los casos, el único efecto que produjeron fue algún que otro desasosiego en el estómago, después de comer, cuando nos sentábamos a escuchar las noticias de la tele.

A lo largo de estos últimos meses, hemos contemplado cómo todas las sociedades, en menor o mayor media, han puesto en juego medidas coercitivas para poder hacer frente a la situación que se nos venía encima. Estas medidas han variado en grado e intensidad y han reflejado cómo las diferentes sociedades han tenido que echar mano de situaciones de excepcionalidad para hacer frente a la pandemia. En unos casos, como en Australia, se han atrevido a poner brazaletes electrónicos a las personas infectadas; en otros, como en China, han desarrollado apps para medir la temperatura corporal y facultar a la policía, provista de cámaras térmicas, la posibilidad de detectar a los potenciales transmisores; por no hablar de los programas de delación institucionalizada, como en Nueva Zelanda. No voy a decir que todas las soluciones impuestas sean idénticas y supongan el mismo grado de agravio, pero, lo cierto, es que en nombre de la salud se han traspasado muchas líneas rojas y hemos aceptado como normal una merma sensible de nuestros derechos y libertades, por no decir que algunas soluciones autoritarias se nos han vendido como modelos a imitar.

Soy plenamente consciente de que no se puede hacer demagogia cuando una sociedad se enfrenta con un problema tan complejo como el que estamos viviendo, no hay soluciones posibles que no lesionen derechos y libertades. Una respuesta colectiva siempre conlleva un nivel de coerción necesario, requerido para aunar sensibilidades y voluntades. Pensar que es posible dar la vuelta a una situación problemática sobre la base únicamente de la responsabilidad individual es cuanto menos ingenuo. Es por ello que cuando se juzgan medidas como las adoptadas frente a grandes principios y se dice "se está recortando la libertad", se están haciendo trampas al solitario. La vara de medida del menor o mayor ajuste de una norma por definición coercitiva, restrictiva, no puede ser únicamente la dimensión sustancial respecto al valor a proteger, toda aplicación supone una merma de garantías; sino la instrumental, es decir, la proveniente de su aplicabilidad, que debe descansar en procedimientos consensuados, deliberativos,, que combinen el desarrollo de una cierta dosis de responsabilidad individual con otra institucional. Esto es lo que debe diferenciar a una democracia representativa de un régimen autoritario. En este punto, quedan descalificadas muchas de las propuestas que se nos venden como modélicas.

Ahora se nos conmina a una vuelta a la normalidad. ¿Es posible? ¿De qué normalidad se trata? ¿Hay que volver a hacer lo que hacíamos o, por el contrario, hay que modificar determinados comportamientos? Si es así, ¿cuáles? A estas alturas de la película ya nadie duda de la coincidencia de los datos y del diagnóstico consecuente respecto a la necesidad de revertir la situación. Todos los informes de expertos dicen lo mismo: es necesario, urgentemente, corregir el rumbo del sistema socioeconómico ya que nos encontramos ante una crisis de los ecosistemas que amenaza las bases materiales de la vida tal y como la conocemos. No hace falta ser muy listo para darnos cuenta de que corregir el rumbo significa modificar comportamientos, creencias, valores, en definitiva, modos de relacionarnos con la realidad material y social. Pero, es aquí donde puede estar la confusión o, mejor dicho, la trampa. La profilaxis social ha impuesto temporalmente la renuncia a determinados hábitos y modos de relación social, fundamentalmente grupales: contacto físico, acariciar, abrazar€; ha entronizado la distancia y la prevención al contacto, debilitando así la dimensión colectiva de la existencia como parte de la acción terapéutica. De esta manera, indirectamente se pone la carga de la prueba de culpabilidad en la dimensión individual de esa supuesta vuelta a la normalidad, obviando la verdadera magnitud del problema, que es de carácter estructural a pesar de que tenga su vertiente individual. Dicho de forma más sencilla, no se trata de cambiar por cambiar, hay aspectos de la vida anterior que deben recuperarse, porque su pérdida es una regresión en toda regla, y otros que deben obligatoriamente modificarse, porque nos llevan al abismo, lo decisivo es no mezclar los planos del problema.

La gran dificultad de esta nueva normalidad no es, por tanto, tener que renunciar a aquellos comportamientos que forman parte de lo que Habermas denomina el mundo de la vida, donde la gratuidad, la espontaneidad, la acción comunicativa, se imponen como fundamento racional de un Nosotros, base de la sociabilidad individual y social; sino de que la racionalidad instrumental ha ido ganando terreno subsumiendo en su seno todos los bienes públicos no valorizables. Como Michael Sandel mostró en su excelente libro Lo que el dinero no puede comprar, la expansión del capitalismo ha ido de la mano de la mercantilización de aquellos bienes vinculados al cuidado, al apoyo, al disfrute, a lo gratuito, en definitiva, al mundo de la vida, a lo que no tiene precio. Y, ¿qué pasa cuando esto sucede? Pues que la degradación de los bienes transaccionados se convierte en el rasgo identificativo de cómo el mercado no es neutro y termina pervirtiendo las normas sociales vigentes y los comportamientos derivados.

Aquí radica el meollo de la cuestión respecto al problema de la nueva normalidad y no niego pesimismo al respecto. La solución no proviene de una especie de conversión individual basada en un buenismo que nos lleve colectivamente a un cambio en nuestros modos y hábitos de vida, sino del desarrollo de todo un esquema normativo coercitivo (sí, que no nos asuste el término), que permita inhibir determinados comportamientos e incentivar otros. Este es el quid de la cuestión. Se trata de una propuesta que inevitablemente tendrá ganadores y perdedores, al menos a corto plazo. ¿Estamos dispuestos? ¿Está el sistema político, cada vez más clientelar y rehén del propio sistema, dispuesto a arrostrar el peso de una serie de medidas impopulares absolutamente necesarias? ¿O cómo entendemos, si no es desde esta dificultad sistémica, el hecho de que, a pesar del peso de los informes-diagnóstico que anticipan el posible apocalipsis sea abrumador, hayamos sido incapaces de tomar las mínimas medidas para paliar la destrucción de los ecosistemas, desoyendo todas las advertencias? De bienintencionados está lleno el infierno.

* Catedrático emérito de la Universidad de Deusto