HOY se cumplen 75 años de la liberación del campo de Auschwitz. Instituido como Día de la Memoria del Holocausto o Shoah, palabra hebrea que la tradición religiosa judía emplea para denominar a la cremación de animales intactos; casi una profecía pues los nazis trasladaban en vagones para ganado a millones de personas directamente hasta los hornos crematorios, sin tocarlas, intactas.

La destrucción del nazismo fue una empresa abrumadoramente rusa. De cada cinco soldados alemanes muertos en la II Guerra Mundial, cuatro lo fueron en el frente del Este. Los soldados del 60º Ejército (Rojo) del Primer Frente Ucraniano, "abrieron las puertas del campo de concentración de Auschwitz, donde encontraron apenas siete mil prisioneros". Tal fue el escueto comunicado de prensa de los militares soviéticos. El Ejército Rojo tenía en su retaguardia el Gulag: un sistema de esclavitud de Estado. En Auschwitz abría la puerta de algo más horripilante, los campos de exterminio: un sistema de aniquilamiento racial. El panorama que se encontraron era espectral, lodo, barracas y un cielo bajo, niebla y cuatro árboles raquíticos. La musa de la poesía no pasaba por donde habían asesinado a millones de personas, una historia de violencia y de sufrimiento de gritos mudos. Pero el mundo ya no podía negar lo que antes no quiso creer. Y muchos concluyeron que Dios no es bueno con el hombre, al menos aquí, en la tierra.

Abrieron las puertas y detrás de la alambrada del campo no había más que gente exánime, enferma, moribunda. Con anterioridad, los guardianes de las SS habían sacado del "lager" a cincuenta mil prisioneros a los que condujeron campo a través, condenando a gran parte de ellos a morir de extenuación o de un tiro en la cuneta. Entre los prisioneros que arrastraban sus pies por las tierras de la Silesia polaca había un químico y enclenque italiano que sobrevivió a la caminata de la muerte. Era Primo Levy. Sobrevivió y lo contó para todos nosotros en tres libros. Si esto es un hombre explica la lógica destructiva de los nazis orientada a transformar a los habitantes de los campos en máquinas de subsistencia, a despojarlos metódicamente de todos los atributos de la humanidad. En La tregua relata su periplo por los campos del este de Europa hasta regresar a Italia. Y en Los hundidos y los salvados se pregunta por algo terrible, por cómo era posible que habiendo estado allí sobreviviese cuando mataron a la inmensa mayoría. Una voz interior le acusaba por el hecho de seguir vivo. Años después no lo pudo soportar más y se suicidó.

El 27 de enero de cada año se dan cita en el terreno del antiguo campo de exterminio políticos, periodistas y los ya escasos supervivientes. Es un día muy serio que nos interpela y nos lleva a la conclusión de que la historia humana se divide en dos épocas, el antes y el después de Auschwitz. Después de Auschwitz el mundo es otro. La gigantesca dimensión, la inverosímil crueldad de aquel crimen con el que aquella gentuza, los creadores de los campos de exterminio, sus guardianes, los nazis, Hitler, consiguieron reducir nuestra condición de personas, ha tenido como consecuencia que para ser plenamente humanos no podamos olvidarnos de aquello. La filósofa y politóloga judía Hannah Arendt, observadora en el juicio contra Eichmann en Jerusalén, condenado y ejecutado por organizar el traslado de los millones de judíos y gitanos hasta los campos de exterminio, fue quien puso nombre a la paradoja de que un hombre de apariencia normal pudiera ser un asesino a escala millonaria. Resumió con un sintagma "la banalidad del mal", esa sociopatía horripilante. Después de ser publicado su impactante libro sobre el juicio, Eichmann en Jerusalén, que fue objeto de gran discusión, la "banalidad del mal" quedó para la posteridad y su uso universalizado, venga o no al caso. Arendt no quería decir que hay un Eichmann en cada uno de nosotros sino que los hay en todas las sociedades que viven circunstancias que pueden provocar una catástrofe existencial, aquellos sucesos en los que no hay realmente vuelta atrás. Es un hecho no muy conocido que la mitad de los sabuesos cazadores de judíos, los agentes de la Gestapo, no eran nazis. Sí lo eran en su totalidad los miembros de las SS o un sastre de Metzingen llamado Hugo Boss, gente aparentemente corriente hasta que dejaron de serlo y apoyaron o ejecutaron el genocidio. Una parte de nuestra sustancia debe estar hecha de indiferencia pues el destino ajeno no nos interesa más de un minuto. En cambio, el nuestro nos interesa a todas horas. Auschwitz nos obliga a reflexionar sobre quiénes somos y por qué tenemos que vivir en la duplicidad, por qué el miedo y quienes lo generan se esfuma con el tiempo y se vuelve difícilmente imaginable, por qué una vez desaparecido no deja huellas.

El antisemitismo es un entretenimiento de almas sucias que degenera en asesinato. En Hungría, Rumanía y Polonia ya no hay apenas judías, pero el antisemitismo perdura. En la antigua Alemania del Este, después de cuarenta años de doctrina oficial antifascista y contra la xenofobia, los ultras que añoran el nazismo son electoralmente pujantes.

Que los judíos que han sido judíos y nada más que judíos durante 4.000 años son la primera víctima de cualquier baño de sangre organizado por la historia es un sentimiento alimentado por la experiencia. Así, después de Auschwitz los judíos aprendieron una cosa: que quienes no disponen de soldados que les defiendan están condenados a ser esclavizados y eliminados por quienes sí los tienen. Terrible lección y clave psicológica para entender el Estado de Israel: el redescubrimiento del antiguo instinto sádico, por vergüenza del exceso de pasividad de los padres y su consecuencia, la fatalidad de seguir el destino bíblico de Ismael: "Su mano contra todos y la mano de todos contra él" (Génesis 16,12).

Hannah Arendt, su profesor Martin Heidegger, amante también, nazi después, y su amigo Gershom Scholem, judío alemán fundador de la Universidad Hebrea de Jerusalén, son tres de las mentes más incisivas del siglo XX en el campo de la filosofía. Si bien Heidegger abandonó antes de la derrota la representación oficial del nazismo, no fue pequeña su colaboración porque se encontraba en una posición de poder e influencia real sobre las vidas de otros. Podía arruinar carreras y poner en peligro la seguridad física de las personas, si así lo decidía. Heidegger afirmó que "Las cosas más extrañas prevalecen en el mundo, pero ninguna más extraña que el hombre". Es toda una confesión: resulta de los más extraño disfrutar de un talento extraordinario y ponerlo a disposición del nihilismo más salvaje, del nazismo. Arendt y Scholem, amigos durante cuarenta años, se enfadaron después de la publicación del libro de Hannah sobre el juicio de Eichmann en Jerusalén. Scholem calificó la obra como una banalización de la política nazi de aniquilación y como un ataque contra los representantes de los consejos judíos en los países bajo dominio nazi, acusados de colaboracionismo por la propia Arendt. ¿Quién si no ha estado allí se puede permitir opinar?, se pregunta Scholem. En la correspondencia que mantuvieron ambos intelectuales debatiendo sobre la Shoah, Arendt escribe: "El mal es solo extremo, pero nunca radical, no tiene profundidad, tampoco es diabólico. Puede devastar el mundo entero, precisamente porque sigue creciendo en la superficie como un hongo. Pero profundo y radical es siempre solo el bien". Que hayan sido asesinados millones de personas para descubrir una verdad tan básica dice mucho de la condición humana, tan cruel. Recordémoslo. No solo hoy, 27 de enero. * Abogado