DECÍA el otro día Aitor Esteban que vivíamos inmersos en un clima de "crispación rancia". Tenía razón. Los niveles de ruido y de confrontación, propios de tiempos pasados, resultan insoportables. A veces, uno tiene la sensación, aunque cueste decirlo, de asistir a un debate cainita ya padecido. A un enfrentamiento guerracivilista de desagradable e infausta disputa en la que unos, las nuevas CEDAs, tratan de minar, socavar y derribar el poder de otros, el "frente popular". Derechas de todo tipo contra reformistas, republicanos, nacionalistas y "rojos". Y en esa disputa sin cuartel cada cual usa a sus peones, sean estos de la infantería política o de la retaguardia judicial devenida en política.

Son escaramuzas asimilables a tiempos pretéritos que lejos de caducar han vuelto para quedarse. Esteban decía en su entrevista que el actual embrollo le recordaba a la batalla de Midway, con fuego cruzado por tierra, mar y aire. Y en lo cercano se asemeja a la justificación de la conjura rojo-separatista y judeo-masónica que dio origen a la asonada del 36. El sinsentido es tal que un partido como el PP ha registrado ya iniciativas parlamentarias para que todo lo que toque el PNV no sea de aplicación en Nafarroa. Aunque su objetivo redunde en el bienestar de la gente. Y la aberración de estos viejos-nuevos tiempos llega cuando a un diputado como el de Teruel existe se le somete, no ya a la prueba del algodón sino al análisis, como si fuera un test de orina, de su patrimonio y sus contactos por los medios de comunicación de combate del bando "patriótico". Y todo por haber dado su voto favorable a la investidura de Sánchez. Tiempos viejos, viejunos. Peligrosos. Tempus horribilis que deberemos superar con mesura e inteligencia.

Hay situaciones que ocurren sin relación aparente pero que se concatenan como una maldición o conjura. No se sabe por qué, pero un día se estropea el lavavajillas e inmediatamente el frigorífico comienza a fallar y, acto seguido, se atasca la puerta de la secadora. Y todo ello en jornada festiva para terminar de redondear el descontrol. Hay quien dice que se trata de un programa que se incorpora a las máquinas para determinar con cierta aproximación el final de su vida útil. Lo llaman "obsolescencia programada", una especie de garantía de reposición y consumo que tienen los fabricantes de aparatos. Es decir, una manera un tanto descarada de expresar a la gente que el artilugio que en su día adquirió ya ha dado todo de sí y que deberá rascarse el bolsillo y comprar otro si quiere seguir disfrutando de las ventajas que , por ejemplo, le brindan los electrodomésticos. Cuentan que antes un ingenio de estos duraba toda la vida. Sí, eran más rústicos y rudos, pero también más duraderos. Luego, cuando la tecnología fue progresando, cuando los aparatos comenzaron a tener funciones avanzadas y lo analógico se volvió digital, el ruido de las lavadoras se amortiguó notablemente pero su sofisticado funcionamiento devino en un galimatías indescifrable, de modo que para programar la limpieza de unos calzoncillos se necesitara prácticamente ser ingeniero espacial.

Y con esta complejidad y dificultad de entendimiento en el funcionamiento de las máquinas llegó la "obsolescencia programada". Los aparatos no se morían de viejos sino porque su diseñador así lo había previsto. Ocurre que si los electrodomésticos de la cocina se adquirieron en la misma fecha -cuando se equipó la estancia-, su avería se producirá también en fechas similares. Así que primero cae una cosa, luego otra y finalmente una tercera. Como un mal de ojo tecnológico. Y tú te ciscas en lo más barrido al sentirte desprotegido y vulnerable por quien inventó el apagón súbito.

La durabilidad no es cuestión de edad. Es más, ser o no viejo, es aleatorio. Es consustancial con la naturaleza. Por ejemplo, esta semana pasada leí en una revista que un pescador de Florida había capturado el mero más longevo de cuantos se hayan tasado. El pez tenía ni más ni menos que cincuenta años. Pero eso no fue lo que llamó la atención de su captor. Fue el peso del animal: 159 kilos de mero. Mucha salsa tártara para una parrillada así.

Pero, para vieja, la materia extraída de un meteorito encontrado en Australia. El aerolito impactó contra la tierra en 1969. El fragmento más grande del bólido estrellado se encuentra en el Museo de Chicago. Allí, un equipo científico ha analizado una porción de este material. El elemento estudiado son unas pequeñísimas muestras de carburo de silicio, un material con una dureza similar a la del diamante. Cada pedazo mide apenas unas pocas micras, es decir, es unas mil veces más pequeño que un milímetro, pero contiene una información que se remonta a tiempos pluscuampretéritos. Su origen es anterior a la existencia de la tierra, el sol y el resto del sistema solar. En concreto, los resultados, publicados por una revista de la Academia Nacional de Ciencias de EE.UU., muestran que la mayoría de los granos analizados son 300 millones de años más antiguos que el sistema solar, que se formó hace unos 4.600 millones de años, y que algunos de ellos tienen 1.000 millones de años más. Casi nada.

Otra cosa bien distinta es la presencia humana en el planeta y su expectativa de vida. Desde el año 1900, la esperanza de vida de una persona se ha elevado de los 40 años de principios del siglo XX a los 80 actuales. Según un estudio de Science, en los países desarrollados la esperanza de vida al nacer sube dos o tres años cada diez calendarios.

Algunos científicos están convencidos de que ya hay entre nosotros al menos una persona que logrará llegar a los mil años de edad. Es más, consideran que este potencial milenario estará la mayoría de su vida con buena salud. Entre quienes sostienen dicha tesis se encuentra Aubrey de Grey, un gerontólogo de Cambridge, que considera que "hay un 80% de posibilidades" de que esa persona haya nacido ya. El científico trabaja en una técnica que eliminaría a las células que han perdido la capacidad de dividirse para dejar paso a las que sí pueden hacerlo. Como si fuera un cáncer inverso rejuvenecedor. Parece ciencia ficción. Pero algunos van más allá.

"En 2045, el hombre será inmortal". Así lo afirma José Luis Cordeiro, profesor y asesor de la Singularity University, una institución académica americana creada en Silicon Valley por la NASA y financiada por Google. Según Cordeiro "el envejecimiento es una enfermedad curable". Y esto será posible por el "progreso tecnológico y la llegada de la inteligencia artificial como herramientas que acabarán con la edad humana y darán lugar a la edad poshumana. "Entre el año 2029 y el 2045 -indica el científico- vamos a disponer de computadoras con más transistores que neuronas tiene nuestro cerebro. Y será cuando la inteligencia artificial alcance a la inteligencia humana (...) A partir de ahí, algún tipo de software será capaz de asumir la inteligencia combinada de todas las personas y la complejidad de los procesos del pensamiento. En ese momento, un software podría llegar a sobrepasar la sofisticación del cerebro humano y a provocar "la muerte de la muerte".

Según estos vaticinios de los nuevos alquimistas, Matusalén sería un imberbe zagal al que le quedaría toda la vida por delante. Pero de lo que se habla ya no podría catalogarse como especie humana sino de un híbrido de persona y máquina. Da miedo de verdad.

Sin embargo, la tozuda realidad, esa a la que nos enfrentamos todos los días con nuestras capacidades sensitivas, se impone inexorable. Y enmienda cualquier ironía, ensoñación o frivolidad con la amargura y el sufrimiento de una muerte repentina. Como la de un muchacho de 22 años que en esplendor de la vida pierde su luz ante una feroz enfermedad, súbita y de sufrimiento máximo. No hay palabras ante una tragedia así. Solo que ningún padre o madre debería enterrar a un hijo. Porque no hay Dios misericordioso que ampare tal crueldad. Ni palabra de bálsamo que mitigue mínimamente el dolor que tal hecho provoca.

La muerte, dicen, es consustancial a la vida. Aunque jamás nos acostumbremos a ella. Y mucho menos cuando su arrasadora irrupción se lleva por delante una juventud primorosa. Hoy, con el escalofrío de esta noticia, comienzo a sentirme viejo. Afortunadamente viejo. No es cuestión de edad ni de deterioro físico. Y comienzo a creer en la "obsolescencia programada". Cada cual tiene la suya y se activará cuando toque. Aunque todos deseamos que cuanto más tardía sea, mejor.