TRAS las elecciones generales del 10 de noviembre y la fragmentación del panorama político que ha surgido de las urnas, que ha convertido a las fuerzas nacionalistas catalanas y vascas en claves de cara a la investidura de Pedro Sánchez y a la gobernabilidad del futuro gobierno de coalición, el debate político vigente en el Estado español gira en torno a las nociones de diálogo y negociación. El diálogo alude habitualmente al intercambio de ideas y de propuestas entre varios interlocutores, mientras que la negociación hace referencia a la búsqueda de un acuerdo que satisfaga a las partes involucradas. En ese sentido, si la negociación supone el diálogo, puede haber diálogo sin negociación. De hecho, en los últimos años, si los gobiernos españoles han mostrado cierta disposición a dialogar con los gobiernos autonómicos y las fuerzas soberanistas, han sido reacios a iniciar unas verdaderas negociaciones que aspiren a solucionar los problemas políticos de fondo.

El diálogo implica el reconocimiento de la otra parte como interlocutora legítima. El problema era que el gobierno en funciones de Pedro Sánchez había rechazado, hasta fecha reciente, reunirse tanto con el president de la Generalitat, Quim Torra, prefiriendo una interlocución directa entre Carmen Calvo y Pere Aragonés, de cara a encauzar el problema catalán, como con EH Bildu para obtener su abstención en la investidura del candidato socialista. Por lo tanto, la primera condición del diálogo es que este último reconozca al principal representante de una institución cuyo cargo resulta de una decisión del Parlament catalán así como a los parlamentarios elegidos en unas elecciones democráticas; sobre todo cuando aspira a obtener su apoyo directo o indirecto.

Pero el reconocimiento del otro como interlocutor legítimo es insuficiente, dado que el diálogo supone una escucha activa sin la que el encuentro se limita a una sucesión de monólogos. No se trata de exponer pura y simplemente los planteamientos políticos y las propuestas programáticas, sino de tener en cuenta y de sopesar los argumentos avanzados por la otra parte de cara a buscar puntos de encuentro que puedan desembocar eventualmente en un proceso negociador. En ese sentido, el diálogo implica cierta empatía, es decir, una capacidad de ponerse en el lugar del otro para comprender desde dónde habla, cuáles son sus motivaciones y a qué presiones debe enfrentarse, ya sean de carácter organizativo, ideológico o mediático.

Una vez superados estos escollos, puede iniciarse una negociación que debe tener en cuenta el marco normativo vigente sin por ello considerarlo como algo inamovible e insuperable, ya que cada ley, estatuto de autonomía y constitución contemplan mecanismos de modificación y son susceptibles de ser interpretados de manera flexible. En el caso vasco, la Constitución española de 1978 y el Estatuto de Gernika de 1979, que forma igualmente parte del bloque constitucional, reconocen los derechos históricos del pueblo vasco, que pueden desembocar en un nuevo ordenamiento político-jurídico fruto de un acuerdo entre las dos partes. Asimismo, el Estado puede delegar su competencia de organizar referendos a una Comunidad Autónoma. Más allá, en caso de mayoría claramente expresada, los partidos deben encontrar una vía, incluso no expresamente contemplada por la ley, para encontrar una solución al problema vigente.

La negociación depende igualmente de la relación de fuerzas entre las partes fruto del resultado de las elecciones, tanto cuando un partido obtiene una mayoría absoluta o simple e incrementa su número de votos y de escaños, como cuando, aún no habiendo ganado las elecciones, sus votos son indispensables para obtener mayorías. Pero las relaciones de fuerzas pueden resultar igualmente de la capacidad movilizadora. Así, la fuerza del movimiento soberanista catalán no resulta solamente y ante todo de los buenos resultados cosechados por ERC, sino de la fortaleza de una sociedad civil organizada, encarnada por la ANC y Omnium Cultural, que ha sido capaz de movilizar masivamente y en el tiempo a varios cientos de miles de ciudadanos catalanes tanto en las calles (en manifestaciones y agrupaciones) como en las urnas (en consultas y referendos).

La negociación es, asimismo, función de la cultura política prevalente. Así, el Estado español, que ha conocido una transición y no una ruptura democrática entre 1975 y 1978, ha mantenido en sus puestos de responsabilidad a numerosos magistrados, policías, militares y políticos. Estos han conservado ciertas ideas y hábitos a lo largo de la época reciente, lo que ha incidido no solamente en sus interpretaciones de las normas en vigor, sino también y sobre todo en sus prácticas diarias. Si añadimos a ello que la democracia española solo goza de cuatro décadas, es obvio que la cultura democrática está poco enraizada, lo que repercute en una democracia de escasa calidad y en una incapacidad a afrontar, a través de procedimientos democráticos (entre los cuales se encuentra la negociación), los principales problemas a los que se enfrenta la península ibérica.

La negociación exige también cierta discreción, lo que implica renunciar a la obsesión de la transparencia que han encarnado y promovido los partidos políticos emergentes, tales como Podemos y Ciudadanos. La voluntad de dar cuenta, de manera casi instantánea y a través de los medios de comunicación y de las redes sociales, de las discusiones en curso es la mejor manera de hacer fracasar una negociación. La discreción relativa con la que el PSOE y Unidas Podemos han afrontado las discusiones para conformar un gobierno de coalición, por una parte, y el PSOE y ERC lo han hecho, por otra parte, para asegurar la investidura de Pedro Sánchez y garantizar la gobernabilidad de su gabinete, además de encauzar el conflicto catalán, parecen indicar que el Partido Socialista ha aprendido la lección de procesos anteriores que han desembocado en sendos fracasos.

Por último, la negociación implica una capacidad de hacer concesiones que no deben ser interpretadas como renuncias a un ideario político o a un programa electoral, sino como una construcción mutua donde cada una de las partes abandona parte de sus demandas para alcanzar un acuerdo que sea beneficioso para ambas partes. En el caso contrario, una de las partes impondría sus pretensiones en detrimento de la otra en un esquema de vencedores y vencidos que obedece a una lógica basada en la relación de fuerzas y la humillación. Esta última representa la mejor garantía de generar un nuevo conflicto en un futuro más o menos próximo. El acuerdo alcanzado a través de la negociación tendrá un carácter temporal y deberá ser objeto de una nueva negociación conforme la situación política cambie y surjan nuevas demandas sociales.

De momento, la incapacidad a dialogar y a negociar ha desembocado en una situación de impasse a la hora de solucionar las cuestiones vasca y catalana y de asegurar la gobernabilidad del Estado español.