FUE Jorge Fernández Díaz, el controvertido ministro de interior de Mariano Rajoy, quien hizo público lo que en mentideros se venía prodigando semanas atrás; que si el Partido Socialista apartaba a Pedro Sánchez de la investidura, algunos populares verían con buenos ojos apoyar a otro candidato para auparlo hasta La Moncloa. Y el nombre que sugirió el lenguaraz político conservador, con raíces en la rivera navarra (Fitero), fue el de Josep Borrell.

Fernández Díaz no sabe lo que es la discreción. Por eso exterioriza como nadie lo que otros piensan o maquinan. Suya fue la policía patriótica de Villarejo, De Blas y compañía. Suya la guerra sucia en Catalunya, que comenzó con el espionaje a los Pujol. Suya también la investigación venezolana de Podemos. Nadie como él representa lo turbio, lo mesiánico. Fernández Díaz es un hombre acostumbrado al complot y a las tramas ocultas, más propias de la novela negra que del Estado de derecho.

Lo cierto es que en la política española siempre ha habido un cierto tufillo de conspiración y el momento actual no iba a ser menos. Desde hace un tiempo, desde que se conocieran las intenciones de socialistas y podemitas de sellar -esta vez sí- un gobierno de coalición, un relato oculto circulaba por despachos de Madrid, y también por Bruselas. Se trataba de un "Plan B" a poner en marcha para hacer fracasar la entente de Sánchez con los "comunistas" de Iglesias. Una propuesta que contaría con el visto bueno de determinados notables socialistas así como de dirigentes populares con poder de convicción suficiente frente a Casado. Y todo ello bendecido por sectores empresariales de primer nivel en el Estado.

El complot partía de una propuesta inicial a Pedro Sánchez a quien, a cambio de que renunciara a ser investido en España, se le ofrecía un cargo representativo de primer nivel europeo que además podría estar acompañado por algún colaborador de su máxima confianza. Una oferta, a priori, difícil de rechazar y que devolvería al resistente socialista a sus orígenes comunitarios. El movimiento de piezas, supuestamente, contaba con el beneplácito de líderes europeos (Merkel de retirada y Macron asediado internamente por las revueltas) quienes veían con buenos ojos el reforzamiento de las instituciones de la Unión tras el desafío del Brexit y las amenazas populistas en diversos países del viejo continente.

La repercusión en el Estado era inmediata. El Partido Socialista alcanzaría La Moncloa con un candidato de consenso -Josep Borrell- que contaría con el apoyo del Partido Popular no sólo para su investidura sino para la gobernabilidad posterior. En tal escenario, se había pensado igualmente que el PSOE inaugurase, en su ámbito interno, un periodo de bicefalia en la que, por primera vez en su historia, dispusiera de un secretario general y un presidente de gobierno.

El objetivo de esta alternativa de gobierno, según sus promotores, era dotar al ejecutivo del Estado de estabilidad. Eliminar, de un plumazo, la influencia de los nacionalistas e independentistas. Cerrar el paso a la ultraderecha y dar garantía a los mercados de abordar una política económica moderada. En resumidas cuentas, revitalizar el bipartidismo que tan buenos resultados había conseguido en épocas pasadas afianzando la "unidad nacional".

Según se cuenta, este "Plan B" estaría impulsado entre los socialistas por algún ex presidente de gobierno, especialmente refractario con Sánchez Castejón, así como por barones territoriales críticos con la decisión de pactar con los independentistas catalanes y con Podemos (alguno ha hablado ya de la vaselina, y otro ha cantado una jota apelando al "patriotismo" del PP).

Si el insomnio de Pedro Sánchez se debía hasta ahora a la idea de compartir ejecutivo con Pablo Iglesias, su desvelo actual está provocado por esta historia de quintacolumnistas que pretenden hacerle la cama. Borrell se había dejado querer. Su ambición le podía, pero su carácter delataba sus intenciones. Él era un hombre de garantía, tanto para los jarrones chinos socialistas como para muchos dirigentes populares. Representaba el prototipo de jacobino español, inflexible ante los nacionalistas vascos y catalanes. Con los segundos, su animadversión era elocuente. Con los primeros, siendo ministro de Asuntos Exteriores había ordenado tenerlos "vigilados" (al PNV), según el ex cónsul español en Edimburgo.

Él era el tapado de los ideólogos de la conspiración. De ahí que el inquilino de La Moncloa en funciones actuara rápidamente. Sánchez se quitaba a Borrell de en medio y le proponía como candidato a comisario para hacerle desaparecer de su entorno. Le quería lejos y sin capacidad de provocar reacción interna alguna. Sabía que, todavía, su voz sería escuchada en Bruselas y que la opción que él presentara sería apoyada en las cancillerías europeas. Así que eliminaba a un competidor con una patada lateral ascendente.

Y para cerrar aún más el círculo, anunciaba públicamente, de manera insólita, el nombre de su vicepresidenta económica, Nadia Calviño, una excelente profesional con indudable proyección y prestigio, capaz de sosegar las inquietudes de la patronal. La ratificación de Calviño al frente del área económica podría haber desairado a Podemos, pero, por una vez y tal vez tras haber aprendido la lección del pasado reciente, la formación que lidera Iglesias ha sabido contener sus impulsos y no ha sobreactuado. Es más, ni tan siquiera ha actuado, trabajando discretamente el acuerdo de un gabinete amplio que se presentará una vez los socialistas -a los que se les ha dado toda la autonomía y responsabilidad en las negociaciones- cierren los acuerdos necesarios con otras formaciones políticas.

Eso ocurre en el "Plan A", en la alternativa de una mayoría reformista en la que participen, de una manera u otra (con la abstención o el voto afirmativo) todas las opciones que posibilitaron la moción de censura. Una mayoría en construcción que, necesitando obtener más sufragios a favor que en contra, precisa ineludiblemente, cuando menos, de la abstención de los 13 parlamentarios de Esquerra Republicana de Catalunya (eso implicaría que en la misma ecuación los votos del PNV fueran positivos).

En ello están las partes afectadas. Los socialistas se afanan en conseguir un acuerdo con los republicanos. Un arreglo que parecía cercano, pero en la política española todo tiende a torcerse. Bien por errores propios o por actitudes pusilánimes ajenas. Cuando todo parecía encarrilarse y despejar el campo hacia la investidura, llegaron el pasado jueves las decisiones judiciales. Por un lado, el auto del Tribunal Europeo de Justicia de la Unión avalando, en cuestión prejudicial, la inmunidad del eurodiputado Oriol Junqueras (y en segunda derivada la de Puigdemont y Comín). Y, por otro, la sentencia de Tribunal Superior de Justicia de Catalunya inhabilitando al president de la Generalitat, Quim Torra.

Fue como una alineación astral, una confluencia de acontecimientos y decisiones, que han venido a sacudir todo el tablero en construcción y que agitan el panorama catalán en una pugna interna próxima a unas elecciones anticipadas donde la lucha de las fuerzas soberanistas por el liderazgo puede influir decisivamente en la nominación final de Sánchez. Si Esquerra aguanta el pulso y pretende convertirse en influyente protagonista de una nueva situación política, Pedro Sánchez tendrá una oportunidad para ser presidente. Este fin de semana, el congreso de ERC puede y debe orientar la trama hacia un desenlace reconocible. De apostar por abrir un nuevo tiempo, el nuevo presidente español llegará con los reyes magos. Si el calendario sobrepasa la fecha de la cabalgata, se entenderá que el entendimiento entra en crisis.

Si, por el contrario, y legítimamente, los republicanos centran su interés en no variar el rumbo de la confrontación permanente con el Estado, la investidura del resistente fracasará. Y el "Plan B" volverá a ser observado por algunos como una opción viable. El complot podrá activarse. Pero es probable que el contubernio tampoco prospere. En ese caso, con la actividad política hecha añicos, volverán las urnas. Es el "Plan C".

Parece una historia de ficción. Planes ocultos, candidatos tapados, alianzas de adversarios, quintacolumnistas. Alianzas que se rompen. Críticas desabridas. Enemigos íntimos. Sí. Un cuento de Navidad en clave de suspense. Pero, en la actividad política española, la realidad siempre supera a la ficción.