sE celebraban, o mejor dicho, conmemoraban ayer, los cuarenta años desde la aprobación del Estatuto de Gernika. Sin duda, la herramienta clave para la construcción del autogobierno vasco, pero que tras cuatro décadas bien puede ser el símbolo de la crisis de la España autonómica que no sabe qué hacer con sus nacionalidades y que 40 años después de la tan cacareada transición le empiezan a supurar unas heridas que, por más que pretendan convencernos de lo contrario, nunca se cerraron.

Una Ley Orgánica incumplida tras cuarenta años de vigencia, por más que las materias pendientes de transferencia no sean fundamentales (o eso dicen quienes pretenden minimizar la anormalidad jurídica), no deja de ser un hecho tan jurídicamente ilícito como políticamente inaceptable.

Mucho más, si se tiene en cuenta que Euskadi es la única comunidad autónoma que habiendo querido renovar su Estatuto no lo ha conseguido, y no porque el Parlamento Vasco no lo intentara sino, simplemente, porque el Congreso decidió que el texto renovado no era admisible a trámite.

No obstante, han sido innumerables los comentarios, artículos, declaraciones y visiones positivas del Estatuto de Gernika que hemos leído y oído entre ayer y hoy. No seré yo quien minimice su impacto en la construcción de lo que hoy conocemos como Euskadi y mucho menos en sus instituciones, pero una cosa es reconocer el valor que ha tenido y otra muy diferente seguir insistiendo en que, tal y como está, sigue siendo una herramienta válida y que no requiere del más mínimo retoque porque es lo que nos une a todos los vascos y las vascas: los que lo votaron, los que se abstuvieron y, por lo visto, a quienes no teníamos edad para votarlo también.

Por más que el Estado español se niegue a abordarlo, en España existe un problema con el encaje de algunos de sus territorios que no resuelve el viejo Estatuto de Gernika y, mucho menos, el tan cepillado como renovado catalán. Si algún día, cuando acaben las discusiones sobre la intensidad e idoneidad de las condenas a la violencia por un lado y el grado de reproche aceptable a la brutalidad policial por otro, alguien echa una mirada a Cataluña en particular, pero a la España periférica en general, se dará cuenta de que el modelo autonómico se está empezando a fracturar. Y no solo por la teórica insaciabilidad de los nacionalistas, sino también por el indisimulado afán centralizador de la ultraderecha española, que sin haber dejado nunca de serlo, ha empezado a levantar su voz.

No han sido pocos quienes, aprovechando los lamentables ejercicios de violencia en Cataluña, han apostado por aplicar leyes de excepción hasta anular la autonomía y que estarían encantados de que lo ocurrido durante una semana se alargara en el tiempo, al menos, hasta después del 10-N para intentar arrancar algún que otro voto del resto del Estado.

Y he ahí, de hecho, uno de los grandes problemas que tendrán que afrontar quienes sumen mayoría suficiente para gobernar durante la próxima legislatura (empiece esta cuando empiece), encontrar la fórmula para que durante los próximos 40 años la pertenencia al Estado español no sea obligatoria bajo amenaza de cárcel sino voluntaria, y que ello no suponga que el nacionalismo español ultra siga subiendo en las urnas, porque su ideario no es preconstitucional solo en lo que a articulación territorial respecta, sino, y he aquí lo más peligroso, en lo que al régimen de libertades se refiere.

Ya sabemos que el Congreso español es reacio a reabrir aquellos debates que se mal cerraron en la Transición (el numerito del traslado de la momia de Franco 44 años después llamándolo “gran victoria de la democracia” es buena prueba de ello), pero pretender que las cosas se resuelvan por sí solas es tan irresponsable como negativo para la convivencia.