ENTRE las causas que supuestamente están en el origen de la actual ralentización mundial del crecimiento económico, la más comúnmente invocada es la guerra de los aranceles puesta en marcha por el presidente de Estados Unidos. Tal como se transmite la información a través de los medios, tal pareciera que el presidente Donald Trump aborrece a los mexicanos, a los alemanes y a los chinos y un poco menos, pero también, a japoneses, coreanos y, en definitiva, a todos los que venden productos a mansalva a los consumidores y empresas norteamericanas y por eso está aplicando medidas proteccionistas.

Pero, al parecer, los motivos del presidente del país son bastante menos paranoicos de lo que se estila informar a este lado del Atlántico norte. El objetivo principal es crear empleos a mansalva en Estados Unidos, de modo que pueda ser reelegido presidente. Porque si hay una variable que determina las posibilidades de reelección -o para el caso, de continuidad en el cargo de un presidente de un mismo partido, demócrata o republicano- es precisamente este: cuando al final de un mandato se crea empleo y mejoran los salarios, el presidente sale reelegido sin mayores contratiempos. De no ser así, no repite mandato o, en su caso, tiene que darse una combinación extraordinaria de otras circunstancias para que pueda lograr la reelección.

A fin de cuentas, en los años de mayor gloria de Estados Unidos, cuando su ejército luchaba en las selvas en lugar de pelear en los desiertos, el país aportaba la sexta parte de los productos que se vendían por el mundo y compraba una cantidad similar, ligeramente inferior. Pero desde que empezó el siglo XXI ni siquiera aporta el 10% de las mercancías que se venden en el mundo mientras sigue comprando casi la sexta parte. Algo había que hacer para reajustar las cosas y no se puede culpar al actual presidente norteamericano por intentarlo.

Sobre todo, no tiene mucho sentido menospreciar sus decisiones por buscar fórmulas diferentes a las que se aplicaron en España y otros países europeos sometidos al torniquete de la deuda eterna, consistente en reducir el consumo y los salarios de los ciudadanos para vender un poco más y comprar mucho menos. A menos que formemos parte de esa reducida minoría de tecnócratas bien pagados y especuladores financieros, no veo por qué razón pueda ser preferible la fórmula europea a la de Donald Trump, consistente en sustituir una parte de las importaciones por producción doméstica. A fin de cuentas, esta ha sido siempre la fórmula del desarrollo y del cambio tecnológico desde que la producción está dominada por las reglas del mercado, es decir desde hace un par de siglos. Así es como se desarrolló Estados Unidos en el siglo XIX, Corea en el siglo XX y, como se verá en poco tiempo, China y posiblemente India en el siglo XXI.

Estados Unidos es además uno de los países que menos cuenta con el comercio exterior para crecer. En las últimas décadas del siglo XX, apenas vendía en el exterior la décima parte de su PIB, en forma de bienes y servicios, y el consumo de productos y servicios importados era un porcentaje similar. En el siglo XXI ha subido dos o tres puntos el peso de las ventas en el exterior, pero cinco puntos el peso de las importaciones en la demanda doméstica, que son los que quiere meter en cintura la política del gobierno actual.

Tradicionalmente, los países desarrollados han estado menos expuestos al comercio exterior que los países subdesarrollados. Si en los primeros el comercio exterior (exportaciones e importaciones) representaba un tercio del PIB, en los países menos afortunados el porcentaje superaba la mitad del PIB. Todo esto se ha trastocado con la entrada en escena del comercio de China. Pero incluso este país solo necesita vender en el exterior la cuarta parte de su producción y en los últimos años solo la quinta parte. Desde 2010, los países desarrollados en su conjunto necesitan más de las exportaciones que China para crecer y también dependen más de las importaciones para su consumo interno.

Desde luego, China no está tan cerrada como Estados Unidos, pero está aún más lejos de la hipertrofia comercial de Alemania. Desde la puesta en marcha del euro, Alemania está dopada con las exportaciones, que alcanzan el 45% del valor de su PIB, es decir, de su crecimiento, quince puntos más que a finales del siglo XX. Es verdad que sus importaciones han crecido a un ritmo similar; hoy alcanzan el 40%. Juntas, expresan una situación insostenible a medio plazo. Una economía dinámica no puede estar sometida en un 85% de su actividad a lo que ocurra en el exterior? salvo que tenga una válvula de escape. Y, cierto, Alemania la tiene y se llama euro. Desde la puesta en marcha de la moneda única, los “europaíses” que no forman parte del espacio productivo alemán (salvo Holanda, Austria, Eslovaquia y Finlandia, todos los demás) son sujetos pasivos de la evolución de la economía alemana y de los procedimientos aplicados para su regulación, que tiene a los europaíses como víctimas colaterales.

Esto es lo que explica el empecinamiento germano con la deuda externa griega, país al que se ha llevado al borde del colapso para garantizar el servicio de la deuda, o con el sistema financiero español, obligado a desprenderse de su parte pública (las cajas) para reducir el peso de la deuda interna hipotecaria y además a garantizar con los recursos públicos la deuda bancaria. Los retornos financieros son precisamente uno de los inyectores más recurrentes en la gestión de una de las economías más expuestas al exterior del mundo, que le permiten a Alemania navegar las malas coyunturas internacionales sin tener que arrojar por la borda a algunos de sus pasajeros, por ejemplo a sus propios pensionistas, cuyos ingresos se deben en gran parte a los pagos de la deuda de los acreedores de Alemania.

También Estados Unidos es especialista en gestión internacional de flujos financieros; los retornos que obtienen sus empresas en el exterior superan con mucho el valor de las entradas de capital requeridas para hacer frente al déficit comercial; y, por tanto, a los pagos futuros que haya que hacer a dicho capital extranjero.

Los que no tienen muy claro si el volumen del comercio exterior y las reglas financieras globales son las mejores para sus intereses son precisamente los países que, como España, se han visto arrastrados en la ola liberalizadora. Con un tercio del PIB realizado en ventas al exterior y otro tercio del consumo procedente de producción de otros países, España no llega a los extremos de Alemania, pero ya supera el grado de apertura no solo del total de los países desarrollados, sino también de los subdesarrollados. Un excesivo grado de apertura que debilita la capacidad de reacción ante una amenaza de tarifas agrícolas en Estados Unidos, algo sorprendente porque, a fecha de julio, se le ha vendido a Estados Unidos un 6% más que en los mismos siete primeros meses de 2018 pero a cambio las importaciones desde aquel país han aumentado un 17% en el mismo periodo, el mayor crecimiento en términos de países, más que las importaciones procedentes de China, que han crecido un 13%.

Un grado de exposición que, lejos de alarmar a las autoridades competentes, parece al margen de su intelección del asunto, pues al parecer, de la religión al sexo, del monarca a las pensiones, de los toros al diésel, todo puede estar en cuestión en este país, salvo la fe en el euro y en el libre comercio.

*Profesor de Economía Aplicada UPV/EHU