CORRÍA el año 1952, y las elecciones presidenciales en Estados Unidos enfrentaban al candidato republicano Dwight Eisenhower, héroe militar, y al candidato demócrata, Adlai Stevenson, gobernador de Illinois. El campo demócrata estaba siendo víctima de las innumerables maledicencias e insidias propagadas y convenientemente dosificadas por las fuerzas ultraconservadoras y sus altavoces mediáticos. Stevenson tenía poderosos enemigos, aunque quizás el más furibundo fuera un tal Joseph McCarthy, senador por Wisconsin, y a la sazón uno de los principales promotores en el Congreso estadounidense del Comité de Actividades Antiamericanas, cuyo proceder dio origen a un nuevo fenómeno de infausto recuerdo, la moderna “caza de brujas”. Nació así el “macartismo” como arma a emplear en la destrucción del oponente político, sin reparar en los daños a reputaciones y trayectorias. Y todo al servicio de un ambicioso y mediocre político sin escrúpulos, capaz de hacer acusaciones gravísimas sin pruebas y sembrar dudas sobre todos aquellos que osaban llevarle la contraria acerca de su cínica teoría conspirativa de la “amenaza roja”. El senador necesitaba carne cruda, nombres y más nombres que alimentaran su alocada teoría. En definitiva, necesitaba un chivo expiatorio. Se tornó tan irrespirable el clima político de ese año electoral que Stevenson se vio obligado a hacer la siguiente declaración solemne: “Ofrezco un trato irrechazable a mis adversarios: si dejan de decir mentiras sobre nosotros, yo dejaré de decir la verdad sobre ellos.”

Aunque no guarda comparación en su magnitud histórica, la cita de Stevenson me vino a la mente tras leer la entrevista a Alba Urresola, presidenta de la Autoridad Vasca de la Competencia (AVC), publicada en un medio escrito el pasado 14 de julio. El titular lo decía casi todo: “Los 80 millones de perjuicio por el cártel de los comedores escolares no tienen ninguna base”. La presidenta de la AVC se refería a las conclusiones elaboradas por la comisión de investigación creada en el Parlamento Vasco, y que tenía por objeto, presuntamente, el proceso de adjudicación de la prestación de los servicios de comedores escolares de gestión directa del Gobierno vasco entre los años 2003 y 2015.

Desde los tiempos de McCarthy hasta nuestros días, las comisiones de investigación se han convertido demasiadas veces en territorio para prolongar luchas políticas ajenas a los intereses de los ciudadanos o de la verdad histórica. Eso es lo que han hecho los grupos parlamentarios de EH Bildu, Elkarrekin Podemos y Partido Popular en la citada comisión, estampando su firma en un informe que, además de asignar responsabilidades políticas a numerosos cargos del Departamento de Educación, cifra en 80 millones de euros el perjuicio que provocó el fraude de los comedores escolares en nuestra Comunidad Autónoma.

Yo he formado parte de esa comisión y no puedo más que secundar las palabras de la presidenta cuando pone de manifiesto el escaso rigor de las cifras barajadas y extensamente publicitadas. Días después de la entrevista, algunos de los portavoces que respaldaron el informe afirmaban que esos datos habían sido proferidos en la comisión. Y eso es una verdad solo aparente porque, en la era de la posverdad, lo que aparenta ser verdad es más importante que la propia verdad.

Aunque sea consciente de que, en estos tiempos, la vida pública pasa por sucesivos juegos de apariencias, creo que no se puede jugar tan frívolamente con la credibilidad y el prestigio de la institución parlamentaria, que atañe y afecta a la misma raíz de nuestra democracia. No podemos pasar por alto que las comparecencias se sustancian en la comisión a petición de los grupos políticos, por lo que las afirmaciones o testimonios de un determinado sindicato o asociación afín al propio solicitante no valida ninguna hipótesis, por mucho que se realicen en sede parlamentaria. Bien al contrario: la comisión, una vez recibida la información documental, desahogadas las comparecencias y recabadas las demás pruebas, ha de valorar todos los elementos para proceder a la redacción de las conclusiones.

En esta ocasión, la comisión no solo no ha ponderado todos los elementos, sino que además de excederse del límite temporal acordado cuando se creó la misma, ha examinado lo ya investigado por los tribunales de justicia, y no ha recogido fielmente lo manifestado por los comparecientes, obviando los argumentos de muchas de las personas que han desfilado por la comisión.

Así, el informe de conclusiones ha reflejado fielmente la postura previa de los grupos, pero no una apreciación en conciencia. Si bien sabemos que EH Bildu y Elkarrekin Podemos tenían redactadas de antemano unas conclusiones que no buscan mejorar las contrataciones públicas ni la gestión de los comedores escolares, capítulo aparte merece la actuación del Partido Popular en este “culebrón”. Su portavoz en la comisión, Juana Bengoechea, había tomado parte activa en los trabajos de la misma, recabando copiosa documentación, y asistiendo e interviniendo en todas las sesiones. Sus conclusiones venían a coincidir, en líneas generales, con las formuladas por los grupos socialista y nacionalista. La coincidencia era tal que los tres grupos habíamos negociado y presentado una enmienda a la totalidad a la propuesta inicial realizada por la presidenta de la comisión, Larraitz Ugarte (EH Bildu). A pocas horas de votarse las diferentes propuestas en la comisión, el Partido Popular retiró su firma de la enmienda acordada, dejando a un lado los contenidos propios de la investigación y moviéndose por cuestiones ajenas a la misma, y desautorizando, dicho sea de paso, no solo a la Sra. Bengoechea sino también a su portavoz en la Cámara, Borja Sémper, firmante asimismo de la enmienda. Por desgracia, sabíamos del escaso valor que tiene la palabra dada para algunos, pero ¿tampoco vale lo firmado? ¿Cómo entender a un partido que obvia y desprecia el trabajo que su representante ha realizado durante meses en la comisión de investigación? ¿Cómo entender a un partido que de la noche a la mañana cambia de opinión y prescinde de las consideraciones de quien sí ha estado presente en esos trabajos?

Es evidente, pues, que la comisión de investigación no se creó para investigar o, al menos, para hacerlo en conciencia. Desde mi experiencia, quien así lo ha hecho ha sido humillada por motivos espurios y ajenos a la dinámica propia de la comisión. El resultado de cualquier comisión de investigación está en función de quién tiene la mayoría en ese momento, por lo que las conclusiones siempre se acomodan al voto mayoritario. Es lo obligado, y parece una imposibilidad metafísica que sea de otra manera. Por lo tanto, hay ahí una relación de causalidad, y no casualidad.

Si es inverosímil que la verdad esté siempre del lado de una determinada mayoría parlamentaria, ¿qué seguridad jurídica aportan las conclusiones de la comisión? ¿Cuál es su valor político? Yo diría que ninguno. Su valor es propagandístico, toda vez que seguir repitiendo la misma cantinela hace mella en estos tiempos de pereza intelectual. En la medida que el Parlamento Vasco se convierte en una majestuosa caja de resonancia, los tres partidos de la oposición parecen decididos a establecer una política de bloqueo al Gobierno vasco para desgastarlo y limitar su acción política. En el caso que nos ocupa, la oposición ha puesto el foco en un Gobierno y en un partido, EAJ-PNV, que no tenían responsabilidad alguna en las actuaciones objeto de investigación, desde 2003 a 2015, toda vez que la consejera Uriarte accedió al cargo con un modelo ya en marcha.

Pero aunque la verdad les importe relativamente poco, los partidos de la oposición no pueden emplear cualquier arma para arruinar vidas, trayectorias y reputaciones. No pueden picar carne cruda para una portada o dos minutos en el noticiario. No pueden protagonizar cazas de brujas, por insignificantes que parezcan. No todo vale. La verdad no es negociable.