EL 11 de agosto de 1919 se publicaba el texto de la Constitución de Weimar, aprobado días antes (31 de julio) en el Teatro de esta ciudad turingia por la Asamblea constituyente que durante seis meses había trabajado en la elaboración de una nueva Constitución para Alemania tras la I Guerra Mundial. Se trataba de un texto que no solo abría una nueva época en Alemania sino que, además, pronto se iba a convertir en un referente para otros textos constitucionales en la Europa de entreguerras, entre ellos nuestra Constitución republicana de 1931, deudora en no poca medida de la obra realizada en Weimar en 1919. Y no solo eso; a pesar de su corta y azarosa vida (1919-1933, no llegó siquiera a cumplir tres lustros), su influencia se ha seguido proyectado aun después de que dejó de tener vigencia, a través de su influjo en el constitucionalismo de la segunda posguerra mundial, que bajo formas y modalidades diversas se prolonga en Europa hasta nuestros días.

Cuando se conmemora un acontecimiento histórico, como sin duda lo fue la Constitución de Weimar, suele ser habitual deshacerse en toda clase de elogios sobre el hecho que da lugar a la conmemoración, lo que frecuentemente conduce a la desfiguración del propio hecho conmemorativo. Evitar esta extendida inclinación, proclive al ensalzamiento acrítico, debería ser la primera condición para poder hacer una aproximación ajustada a la realidad de la obra que el constituyente de Weimar nos legó. Lo que, además, es una necesidad que, en este caso más que en ningún otro, nos viene impuesta por la propia complejidad de la muy especial situación, no solo en la esfera política sino también en la social y económica, que siguió al fin de la Gran Guerra en toda Europa y, muy especialmente, en la Alemania de la posguerra.

La República de Weimar, y la Constitución que plasmó el marco político en que aquella existió (y dejó de existir), es producto de la época y de las circunstancias especiales que concurrían en Alemania en los momentos que siguieron al fin de la I Guerra Mundial. Y en ese marco debe ser analizada y valorada hoy, un siglo después, sin caer en un presentismo que suele tener la pretensión de tratar de enjuiciar hechos del pasado aplicando criterios y esquemas del presente, sin tener en cuenta el marco y las condiciones en las que aquellos tuvieron lugar. Lo que conviene advertir, ya que en muchas ocasiones esta actitud no es nada inocente y sirve, más que nada, para tratar de llevar agua al molino propio (en el presente) agitando convenientemente las aguas del pasado.

Desde la perspectiva que proporciona ya un siglo de experiencias constitucionales diversas, se puede afirmar que el valor de la Constitución aprobada en Weimar es, ante todo, histórico, al abrir una nueva época en el constitucionalismo contemporáneo que, bajo modalidades diversas, se prolonga hasta nuestros días. Pero no hay que buscar en el texto constitucional weimariano ningún modelo de relaciones institucionales, cuya regulación, en especial por lo que se refiere a las relaciones entre las instituciones políticas claves del Estado -presidente, canciller y su Gobierno y el Reichstag-, no solo es muy defectuosa sino que probablemente fue un factor que contribuyó, en buena medida, a la inestabilidad política crónica que vivió la Alemania de Weimar durante todo este periodo; y que, finalmente (1933), abocó a su propio suicidio constitucional.

Sí es preciso reseñar, sin embargo, que va a ser precisamente el examen crítico de esta experiencia constitucional fallida de Weimar lo que va a permitir poco después, en el marco del nuevo ciclo constitucional que se abre en la segunda posguerra mundial, perfilar mejor el nuevo modelo de relaciones institucionales que va a estar vigente hasta el momento actual en la mayoría de los países europeos bajo la forma, en sus distintas variantes, de lo que se conoce como el parlamentarismo racionalizado.

Igualmente defectuosa era la regulación constitucional de la organización territorial del Estado (Reich), que establecía un modelo federal sui generis muy confuso, al tiempo que profundamente descompensado en favor de uno de los entes federados -Prusia-, lo que desequilibraba por completo la funcionalidad del sistema federal en su conjunto. Se trataba de un modelo que guardaba escasa relación con los modelos más asentados (USA principalmente) del federalismo clásico; pero, así mismo, también con los que iban a a abrirse paso tras la II Guerra Mundial en Europa; entre ellos, de forma destacada, el propio federalismo de nuevo cuño diseñado por la Ley Fundamental de Bonn (1949). En cualquier caso, hay que decir que este tema no planteó mayores problemas en ningún momento ni suscitó controversias políticas importantes, como las que sí se produjeron en torno a otras cuestiones que dieron lugar a las agudas crisis políticas e institucionales que se sucedieron continuamente a lo largo de la breve, aunque agitada, vida de la República de Weimar.

Donde sí se va a producir una aportación decisiva, que va a marcar la evolución posterior del constitucionalismo contemporáneo, es en la incorporación, por primera vez, al ámbito constitucional de la dimensión social que, a diferencia de lo que venía ocurriendo hasta entonces, va a empezar a ser objeto de regulación en los textos constitucionales. Nacía así una nueva época, la del constitucionalismo social, que va a tener en Weimar su principal referente y cuyo influjo va a impregnar el nuevo ciclo constitucional que durante el periodo de entreguerras se difundió en Europa; también entre nosotros, mediante la Constitución republicana de 1931, en la que la influencia de Weimar, sobre todo en las materias referentes a las cuestiones sociales (que por primera vez eran objeto de regulación constitucional), es determinante.

Más que por la literalidad de las formulaciones constitucionales weimarianas y por las regulaciones concretas que se hacían de las materias sociales, lo que realmente suponía una aportación innovadora era la brecha que se abría en el muro que hasta entonces excluía a las cuestiones sociales de la regulación constitucional. Si bien esta primera manifestación del constitucionalismo social tuvo una vida muy precaria, debido a causas extraconstitucionales como lo fue, ante todo, la situación convulsa que marcó el periodo de entreguerras -nazismo en Alemania, fascismo en Italia, franquismo aquí y dictaduras varias en otros países-, sin embargo su proyección histórica trascendió ampliamente su limitada vigencia temporal. Así se pone de manifiesto en la recuperación, en la segunda posguerra mundial, de la senda del constitucionalismo social iniciada tres décadas antes en Weimar, que a partir de entonces cubre un amplio ciclo constitucional que bajo formas y modalidades diversas se prolonga hasta nuestros días

Conmemorar el centenario de Weimar como símbolo de la apertura del ciclo histórico del constitucionalismo social, tiene una significación especial en el momento presente, en el que no faltan quienes abogan por desprenderse de todas las regulaciones sociales (muy especialmente las constitucionales) que dificultan el libre funcionamiento de los mercados en la era de la globalización. De acuerdo con esta concepción, hoy ampliamente extendida de la mano de las nuevas formulaciones del liberalismo realmente existente, el constitucionalismo social no pasaría de ser una rémora del pasado que hoy debe ceder el paso a nuevas formas de regulación, también en el plano constitucional (no puede ser más ilustrativa, a este respecto, la reforma constitucional del art. 135, tanto por su contenido como por la forma como se perpetró). Frente a estas posiciones, fuertemente asentadas en nuestro actual establishment, cabe también optar por dar continuidad a la vía abierta en Weimar hace ahora un siglo. Si bien ello dependerá de que seamos capaces de (re)formular el constitucionalismo social, tan válido hoy como hace un siglo, de acuerdo con criterios acordes con los nuevos marcos políticos y económicos actuales, de 2019, que no son los de Weimar en 1919.