VIVIMOS en medio de un orden mundial seriamente desordenado. Probablemente sea algo cíclico, en consonancia con la naturaleza humana. Pero lo cierto es que la percepción general es que nos encontramos en un momento especialmente convulso, con muchas dificultades para atisbar una solución que comprometa a todos los actores relevantes de la escena global y que nos ofrezca un equilibrio con cierta certidumbre.

Richard Haass, veterano diplomático americano que preside el Council on Foreign Relations, publicó hace dos años el libro A World in Disarray donde analiza la cuestión del orden mundial, o más bien, la falta de orden mundial. Dice que es producto del agotamiento en los últimos 25 años de las reglas políticas e instrucciones que hicieron posible toda esa previsibilidad lograda tras el final de la II Guerra Mundial. Argumenta que el mundo no puede gozar de estabilidad o prosperidad sin Estados Unidos, y Estados Unidos no puede ser parte de esa deseada estabilidad y prosperidad sin un nuevo consenso entre sus políticos y ciudadanos para hacer frente a su crecientemente disfuncional sistema político, su creciente endeudamiento y la preocupante falta de consenso sobre la naturaleza de su relación con el mundo.

El panorama internacional que dibuja Haass es lo más parecido a un auténtico desconcierto global: Oriente Medio se está desintegrando; Asia se encuentra amenazada por el auge de China y la irresponsabilidad de Corea del Norte; Europa, que durante décadas ha presumido de estabilidad, se encuentra ahora asediada por la desafección tanto económica como política que se traduce en un auge del nacional-populismo; y el binomio Brexit-Trump, según Haass, ejemplifica el popular rechazo extendido por democracias modernas contra la globalización y el multilateralismo. Toda esta coyuntura genera una escasa voluntad para cumplir con compromisos internacionales o mantener las fronteras abiertas para el comercio o la inmigración.

El cuestionamiento de las democracias liberales viene acompañado también de un auge del autoritarismo. Sobre Vladimir Putin, Haass señala: “No es exageración decir que se encuentra menos acotado por la burocracia que padecieron sus predecesores a cargo de la Unión Soviética. Putin ha desinstitucionalizado Rusia y ha introducido un preocupante nivel de gobierno personal”, en ausencia también del liderazgo demostrado por Estados Unidos.

A esta mezcla tan explosiva, habría que añadir una lista de enormes amenazas que no se pueden enfrentar sin un sostenido y enorme esfuerzo de cooperación internacional como el terrorismo, la rampante proliferación nuclear, el problema del cambio climático o el mantenimiento de la ciberseguridad. Ante este panorama tan preocupante, Haass no duda en calificar como “dolorosamente evidente” lo extremadamente difícil que va a resultar gestionar estos inicios del siglo XXI.

Como prerrequisitos de ese elusivo orden internacional, Haass se apoya en el académico australiano Hedley Bull para destacar una visión compartida de las reglas del juego. Lo que distingue un sistema internacional de una sociedad internacional, señala, es que la segunda refleja la aceptación de límites por parte de sus miembros. Estos límites, o reglas, son aceptados por los miembros de la sociedad internacional por la sencilla razón de que han llegado a la conclusión de que se trata del mejor curso de acción, o el menos malo, ante todas las opciones realísticamente disponibles.

Haass destaca el ejemplo del periodo de la Guerra Fría como la primera vez en tiempos modernos en que, curiosamente, la rivalidad entre grandes poderes no fue la principal causa de desorden a escala mundial. Por el contrario, la caída del muro de Berlín en 1989 y el certificado fracaso del comunismo supuso el final del peculiar equilibrio resultante de las apocalípticas consecuencias de entablar un conflicto caliente. Como decía el entonces presidente de Francia, François Mitterrand, había un equilibrio que se modificó radicalmente y era necesario encontrar otro.

Se impuso un mundo multipolar mucho más complicado y sometido a las fuerzas de la globalización, a la regionalización y a los acelerados cambios tecnológicos. Haass llega a la conclusión de que la era de la pos-Guerra Fría en términos de distribución de poder a escala global funciona como un sistema “no polar”, con una amplia distribución entre múltiples actores sin precedentes en su intensidad.

Haass utiliza la expresión global gap para explicar la creciente distancia entre los crecientes retos globales planteados sobre la mesa y la menguante capacidad de gestión de la comunidad internacional. Este déficit de voluntad y habilidad quedaría en evidencia ante la sobredosis de amenazas simultáneas y existenciales: desde el ciberespacio hasta el cambio climático pasando por la proliferación nuclear, el terrorismo o incluso la salud pública. Aunque el autor considera que muy pocas cosas en la historia son inevitables, esta incapacidad de solucionar problemas en común está vinculada a la oportunista prioridad que los gobiernos otorgan a los intereses a corto plazo sobre objetivos a largo plazo.

El experimentado diplomático argumenta que la política exterior de Estados Unidos y las relaciones internacionales en el siglo XXI no pueden seguir siendo las usuales. Exige lo que llama la “obligación soberana”. Este compromiso supondría reconocer la existencia de una evidente responsabilidad por parte de los Estados soberanos a la hora de regular cuestiones dentro de sus fronteras que puedan tener un impacto adverso en otros Estados.

El gran problema de esta nueva “obligación soberana” es que muchos países, y otros actores internacionales, ni quieren ni pueden asumir tales responsabilidades. Un desalentador ejemplo sería la crisis de refugiados en Europa en la que la gran mayoría de los Estados implicados se han concentrado más en sus derechos que en sus obligaciones. Sin nadie al volante, concluye Haass, la espiral de caos no hará más que crecer.

Desde el final de la Guerra Fría, el siempre precario balance entre orden y desorden se ha inclinado gradualmente hacia el caos. Según Haass, esta tendencia se ha visto impulsada por factores estructurales como el auge de China, la inevitable globalización, la aparición de un gran número de entidades (tanto estatales como no estatales) con significativas capacidades y a menudo intenciones peligrosas, y el fracaso de instituciones regionales e internacionales para ajustarse a esta diferente distribución de poder y nuevos retos.

El autor destaca que la política exterior de Estados Unidos de Trump se aleja visiblemente de su legado: respaldo a las alianzas, libre comercio, lucha contra el cambio climático, defensa de la democracia y los derechos humanos y el mismo liderazgo americano a escala internacional. Según Haass, Donald Trump con todos sus cuestionamientos y rechazos a ese legado se ha convertido en el primer presidente de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial que considera que las cargas del liderazgo internacional americano superan con creces a los beneficios.

Como resultado, Estados Unidos ha pasado de actuar como el principal defensor del orden internacional a ser uno de los principales detractores de ese orden. Con el agravante de que se está dañando la continuidad requerida para mantener aliados y disuadir enemigos. Esta no es la única causa del creciente desorden en el mundo, pero sí es una causa tan significativa como inesperada. El gran problema es que Estados Unidos no va a poder, según la jerga de moda, ser grande en casa dentro de un mundo tan desordenado.