HABÍAMOS pasado una jornada infernal. Los termómetros habían llegado hasta los cuarenta grados y el pegajoso calor limitaba cualquier movimiento. Hasta el pensar se hacía incómodo. Felizmente, una galerna vespertina hacía que la temperatura ambiente más que caer se desplomara en cuestión de minutos y el viento alivió el sofoco de la primera “ola de calor”. Sin embargo, la sensación de alivio se desvanecía con el pronóstico para el día siguiente. El bochorno iba, según los expertos, a ser mayor y el mercurio rompería el techo marcado en las horas precedentes.

Lo que tocaba era aire caliente africano y ambiente tórrido. No conseguía quitarme de la cabeza la dureza del trance que me aguardaba. El día de marras estaba prevista la celebración del pleno de las Juntas Generales de Bizkaia que investiría al diputado general del territorio. Y yo, como electo que soy, debería participar en la sesión a celebrar en la Casa de Juntas de Gernika, un lugar bonito donde los haya, pero sin más aire acondicionado que el que puedan suministrar unos abanicos. La reunión se prometía larga: mañana y tarde comprometidas en uno de los plenos más importantes de toda la legislatura. Y la ocasión obligaba a un atuendo acorde a la relevancia del acto, traje y corbata con toques de sobriedad.

Madrugué y, en cuanto pude, me dirigí a la villa foral. Llegué pronto. La temperatura era magnífica. El cielo estaba nublado y corría una ligera brisa acogedora. Y yo, de punta en blanco. Mejor dicho, con traje negro -pañuelo incluido-, camisa azul y corbata que un amigo calificó de “roja inquietante”.

El día marchaba sobre ruedas y, a medida que la hora de inicio del pleno se acercaba, los miedos a una áspera jornada se vencían. Todo a punto de empezar, pero antes de iniciarse la sesión, para aliviar tensiones, decidí aligerar la vejiga. Dicho y hecho. Finalizada la operación me apresté a ajustar el pantalón y, en ese momento, ocurrió lo impensable. Escuché un ruido metálico. Algo había impactado en la baldosa. Me fijé y, horror, la hebilla del cinturón se había roto. No había posibilidad de arreglo. El mundo se me vino encima. El pantalón tenía cierta holgura en la cintura y sin amarre corría el riesgo de que se moviera o se cayera. Algo debía ingeniar, y rápidamente, para no sufrir un percance lamentable a lo largo del día. Me acordaba de uno de mis hermanos, que hizo la primera comunión arrastrando los pies. Finalizada la ceremonia religiosa, la gente murmuraba “pobre chaval, tan joven y casi no puede andar”. Alguno llegó a preguntar si había sufrido la poliomielitis. Y no, el problema no era de salud sino de calzado. Mi madre le había comprado unos zapatos unas tallas más grandes que la que le correspondía (con algodones en las puntas, los zapatos duraban varios años) y mi hermano arrastraba los pies para no perder los mocasines camino al altar.

Recordando aquel episodio, me dije: “Algo tienes que hacer, no querrás que la gente se acuerde del pleno no por la investidura de Rementeria sino porque un juntero perdió los pantalones junto al Árbol de Gernika”. Como McGyver, busqué una solución apresurada. ¿Una cuerda? No. Muy rústico. Hallé un clip. Mejor dicho, un superclip. Uno de esos artilugios que sirven para mantener unidos un montón de folios. Lo abrí sobre el cinturón y lo fijé justo por debajo de la corbata que ocultaba su presencia. Con cuidado de no realizar movimientos rápidos, me dirigí a mi puesto justo en el momento en el que el timbre anunciaba el inicio de la sesión.

Los indicios prometedores se fueron al carajo. Salió el sol y llegamos hasta los cuarenta grados. Ni las moscas -que las había- volaban por la densidad del aire. Yo, quieto, sin menearme demasiado, no fuera a ser que el clip cediera. La tarde fue peor. No en lo político y parlamentario, donde el guion se cumplió. Me refiero al tracto del evento. Elegido el diputado general, este acompañado por los componentes de la mesa (uno de ellos yo) salimos al exterior y en el templete que existe junto al árbol se procedió al acto protocolario de juramento. Mientras Rementeria juraba siguiendo la tradición de Aguirre, yo lo hacía en arameo. Sobre las siete de la tarde acabó el episodio. El clip metálico de carpeta había resistido y yo con él. Sobreviví con dignidad al calor y a las circunstancias. El riesgo al ridículo se había salvado.

Cuando escuché por primera vez que Pedro Sánchez no descartaba la repetición de las elecciones generales, pensé en que se trataba de una treta para forzar a Pablo Iglesias a que diera su brazo a torcer y aceptara una investidura sin la condición de formar parte de un gobierno de coalición. Creí que se trataba de un movimiento táctico. Una advertencia a todos para que se movieran de sus posiciones numantinas. Mi intuición indicaba que Ábalos jugaba, como años atrás lo hicieran los socialistas orgánicos, ofreciendo “susto” o “muerte”. Me equivocaba, pues la tesis de una repetición electoral estaba muy viva. Hasta el calendario previsto de sesiones parlamentarias fue cuadrado para que el límite del plazo legal finalizara en un domingo de noviembre. Los menos aventurados consideraban que este escenario había sido dibujado para acongojar a Iglesias. Los más -y son ya unos cuantos los que he consultado- opinaban que Sánchez se había “venido arriba”. Su papel en Europa, la última encuesta del CIS y el panorama del entorno parecían haberle alentado para forzar la situación y, en su caso, pasar nuevamente por las urnas.

Según todos los indicios, Sánchez pensó primero en una investidura a doble vuelta. Una inicial fallida, a finales de julio, y otra definitiva en septiembre. Para ello contaba con una previsible abstención de las fuerzas catalanas. ERC, por boca de Rufián, había adelantado que ellos no bloquearían una designación. Y los presos del JxCat -Sánchez, Rull y Turull- abonaron la misma tesis en contra de los criterios de Puigdemont y Torra. Sin embargo, los socialistas se dieron cuenta de que en septiembre podían encontrarse con un panorama bien diferente. Una vez celebrada la Diada y, previsiblemente, con una sentencia ya dictada en el caso del procés, la esperanza de una abstención catalana resultaba poco creíble. Así que, de haber investidura, debería ser en julio o no sería.

Además, Sánchez no quiere un gobierno de los picapiedra (Pedro y Pablo). No se fía de Iglesias. Hace bien. Su ego le hace inestable y desequilibra cualquier opción de gobierno sólido. No es un problema de programa o de sintonía ideológica. La razón de la falta de fiabilidad estriba en el exceso de protagonismo del líder podemita. Todo debe pasar por él. Se cree el Messi de la política. Por eso reivindica un ministerio. Para saciar su vanidad es capaz de hacer cualquier cosa. Aunque el coste de su arrogancia la pague su organización. Así que, con una personalidad tan pronunciada e indomable, un gabinete de coalición con él en la foto sería como una bomba de relojería.

Las derechas ya se han manifestado. No darán a Sánchez ni agua. Los naranjas de Rivera están empecinados en mostrarse más duros que el pedernal. Aunque se resquebrajen en el camino. No terminan de darse cuenta de que Casado está callado. Y cuanto menos habla, más gana. En el último momento, no se descarta que el líder del PP decida, por “responsabilidad de Estado” eliminar la barrera y permitir la investidura. Dejaría a Rivera, una vez más, en evidencia. Y le traspasaría el título de “líder menguante”.

La presión de los sectores económicos que añoran los tiempos del bipartidismo la tiene ya Casado. Veremos si aguanta la tensión. Un giro copernicano a su estrategia de oposición le reportaría notables beneficios, recobrando el papel estelar en la parte derecha del tablero.

La última encuesta del CIS resulta esclarecedora. No por las previsiones electorales de incremento de socialistas y populares. Lo revelador está en el cuadro general donde la ciudadanía considera que la falta de seriedad de “los políticos” se ha convertido en el segundo problema observado por los encuestados -el 32,1%- por detrás solamente de la preocupación general por el paro. Enrocarse en condicionar la gobernabilidad a cambio de un puesto en el Consejo de Ministros o bloquear, por interés partidista, la puesta en marcha de un gobierno nos puede conducir nuevamente a las urnas. Y quien crea que esa opción le beneficia, tiene un problema. Hacer el ridículo -y más en la cosa pública- siempre penaliza. Quien provoque unas nuevas elecciones perderá. Probablemente, hasta los pantalones.