E L auge de la extrema derecha en los últimos tiempos, sobre todo durante la gran recesión que hemos pasado en los últimos doce años, y la decisión británica de abandonar la Unión habían sembrado muchas dudas en la opinión pública europea sobre el futuro de la UE. Se había instalado un cierto derrotismo, un hastío de la política que había castigado al plano europeo casi más que al de los Estados.

En poco tiempo, muchas personas habían pasado de apoyar la integración europea de una forma ingenua y poco informada a criticar abiertamente a esa misma Unión que, en el fondo, seguían sin comprender. En los últimos años había comenzado a hablarse más de Europa, pero cuando se hacía se sucedían los clichés, tanto a favor como en contra. En medio de un debate bastante pobre en datos, mucha gente comenzó a creer que la UE era algo lejano y escasamente democrático. Las encuestas que indicaban el constante auge de la extrema derecha y otros grupos contrarios a la propia Unión crearon un clima en el que parecía que esta se acercaba a su final.

Sin embargo, el proceso del Brexit ha demostrado que la Unión Europea no es solo un conjunto institucional o un grupo de políticas, más o menos acertadas. La integración ha consolidado un espacio común, un marco de acción económica y política, una escala desde la que abordar los grandes retos de nuestro tiempo. Y de la mano de todo esto se ha creado una maraña de millones de relaciones entre personas, empresas, universidades, gobiernos, asociaciones, clubes deportivos, etc.

Del mismo modo que sucede con un matrimonio, su disolución puede que sea necesaria, pero nunca es sencilla y jamás se produce sin costes. Las dificultades de implementar el Brexit, de responder al ajustado mandato que impuso la salida de la Unión, han permitido visualizar mejor que cualquier discurso o estadística la profundidad de los lazos que unen a los europeos, la densidad de nuestras relaciones y lo unidos que estamos en nuestro destino común. Europa será unida o no será, decían aquellos hombres que soñaron Europa en medio de las bombas de la Segunda Guerra Mundial. Solo intentando romper la Unión estamos asistiendo a la mejor prueba de su fortaleza.

En el plazo de apenas dos años, el tiempo que ha pasado desde el referéndum británico, se ha frenado el auge de la extrema derecha y de los partidos contrarios a la Unión. Las semanas posteriores a la victoria del Brexit más de una decena de partidos de toda Europa proponían sacar a sus países del euro y algunos proponían efectuar consultas para salir también de la UE. Decían que la Unión era algo del pasado, algo ineficaz, algo antidemocrático. Y proponían volver, refugiarse, en los viejos Estados-nación. Hoy, ninguno de los principales partidos contrarios a la UE mantiene esto en sus programas. Ahora hablan de transformar la Unión, pero no de suprimirla.

Si bien una buena parte de los argumentos que empleaban eran tramposos, como se vio en el caso británico, esos grupos lograron que se hablase de Europa. Aunque fuese para maldecirla. Las críticas sí encerraban un poso de verdad: había una desigualdad creciente, la crisis había zarandeado las estructuras de los Estados sociales europeos y un porcentaje alto de la población lo estaba pasando muy mal. Además, el mundo exigía respuestas globales y la voz de Europa parecía no escucharse nunca o no suficientemente alto. Por ello, la sociedad europea criticaba esta Europa y los partidos populistas y de extrema derecha trataban de canalizar este descontento a través de sus votos.

Resultaba evidente que los europeos debíamos hablar en serio de Europa, de la Europa que teníamos, de la que queríamos y de cómo construirla. Este debate, que la Unión afrontó abiertamente desde el 1 de marzo de 2017, lo debían zanjar con sus votos los ciudadanos en las elecciones al Parlamento Europeo. Por eso estas elecciones eran tan importantes.

Y por fin tenemos los resultados. Aún faltan datos importantes para poder valorar la situación y el futuro de la Unión, pero sí pueden avanzarse algunos puntos importantes. En primer lugar, el debate sobre el futuro de Europa y la reciente campaña electoral ha servido para constatar que en Europa hay graves problemas y de distintos tipos. Podemos decir que se ha acabado con el federalismo europeo ingenuo de los primeros tiempos de la integración. Los ciudadanos comienzan a exigir a sus políticos algo más que simples proclamas a favor o en contra de la Unión. Esperan propuestas o críticas fundadas y concretas. Si a un partido no le gusta la política pesquera, lo que es absolutamente legítimo, se espera que la critique y proponga alternativas, no que cuestione el conjunto de la Unión, pues realiza cientos de acciones distintas y legisla en multitud de sectores. Es imposible que lo haga todo mal.

En segundo lugar, si bien una mayoría de ciudadanos ha evolucionado y ya no defiende sin más a la Unión, esa mayoría tampoco cree que la solución a sus problemas pase por reforzar o volver al Estado, como proponen los partidos de extrema derecha. En contra de lo esperado por estos grupos antieuropeos, sus resultados electorales, aunque importantes y preocupantes, han sido mucho peores de lo que esperaban.

Millones de europeos que comenzaban a cuestionarse la necesidad de la integración, han comprendido que la solución a la mayor parte de los problemas reales que tiene Europa no pasa por los Estados, sino por la Unión Europea. Incluso los escépticos reconocen esto al dejar de decir que hay que destruirla, para proponer reformarla.

En este sentido, y en tercer lugar, puede afirmarse que la Unión Europea se ha politizado. Y esto es algo muy positivo, un indicador de la madurez y consolidación del proyecto político europeo. Millones de ciudadanos, en una cantidad nunca vista en veinte años, se han movilizado para expresar sus distintos valores e intereses, sus preferencias políticas y su visión sobre el futuro de la Unión Europea.

Una conclusión clave de estas elecciones europeas es que ha dejado de tener sentido seguir cuestionándose la existencia de la UE. Lo que surge es la necesidad de optar por diferentes visiones de lo que debe ser y por las distintas políticas que pueden ser realizadas en la escala europea. Lo mismo que sucede en los Estados, en las regiones o municipios. Cuando alguien pierde la alcaldía no suele decir que hay que destruir el pueblo, sino que acepta que deberá trabajar para recuperar el apoyo de los votantes y llevar a cabo las políticas que considere oportunas.

La segunda conclusión es que el Parlamento Europeo es muy plural, como la sociedad que lo ha elegido. Como tendencia general, disminuye el peso de los conservadores y de la extrema derecha y se refuerza un poco la socialdemocracia, pero sobre todo ganan peso los liberales y los verdes, ambos muy favorables a profundizar la integración europea, aun con planteamientos críticos en algunos aspectos. Los dos grandes partidos tradicionales, populares y socialistas, ya no pueden controlar la cámara. Deben buscarse nuevas alianzas y proyectos políticos distintos. Esto es lo que debería pasar en los próximos meses, cuando estas nuevas alianzas deberán comenzar a repartir el poder en las instituciones en base al proyecto que vaya obteniendo una mayoría de apoyos políticos.