AL hilo de la última campaña electoral se ha puesto aún más de relieve el denominado “cordón sanitario”, una especie de veto a relacionarse con un determinado partido político porque su ideología o identidad le convierten en un actor tan peligroso que, al parecer, conviene que sea neutralizado mediante el aislamiento político de tal forma que quede fuera de los mecanismos del poder, al menos de los del gobierno. Un aislamiento de facto no por un mecanismo legal (de iure) como sería una prohibición del partido; constituiría más bien una suerte de sanción sin soporte legal, decidida por otros actores políticos.

Esta lógica del “cordón sanitario”, por más que haya podido instalarse entre nosotros con una cierta normalidad, representa sin embargo un potencial de enorme peligro para la propia democracia. Y es que cuando se celebran elecciones cualquier ideología puede concurrir. Por más que no nos gusten sus contenidos, una vez que la ciudadanía se ha pronunciado, las personas elegidas se convierten en los legítimos representantes del pueblo. La costumbre de identificar nominalmente a representantes políticos, sea ocupando puestos de gobierno (Sr. Urkullu, Sr. Sánchez, Sr. Torra?) o de otro tipo (Sr. Otegi, Sr. Rivera?.), oculta que no se trata de una actuación privada y nominal sino el ejercicio de un mandato popular en el que se ha transferido un poder comunitario del que dichas personas están investidas. Por ello, decidir que determinados grupos de personas que han ejercido su voto no cuentan, deben ser aislados o condenados a la muerte civil (“cordón sanitario”) no puede ser sino algo más que excepcional.

Y esa excepcionalidad se ha dado históricamente en nuestro ámbito de cultura, la Europa occidental, a partir de lo que supuso la experiencia traumática de la Segunda Guerra Mundial. La guerra contra el nazismo supuso un antes y un después. Todas las guerras son un terrible drama. Pero la escala industrial del aparato de guerra nazi, con su enorme dosis de crueldad, racismo, discriminación y eficacia sacudió las conciencias, y en particular la conciencia jurídica, generando algunas cautelas estructurales a modo de garantías de no repetición. Me estoy refiriendo al nacimiento del derecho internacional de los Derechos Humanos como el primer intento serio de establecer un control de los Estados desde el ámbito internacional y también de poner la dignidad humana de las personas en el centro de la organización política.

Pero, más allá de lo señalado, en Europa se produjo una evolución particular y más acusada para asegurar el nunca más y evitar que en el futuro pudiera triunfar el fascismo, el nazismo y, en definitiva, los planes sistemáticos de Estado de eliminación a gran escala de colectivos étnicos, religiosos o ideológicos (genocidio, crimen contra la humanidad?). No podemos olvidar que el nazismo ascendió al poder a partir de la cenizas del fuego destructor que generaron las extremas derecha e izquierda que sepultaron la República de Weimar. La propia democracia pereció a manos de sus enemigos. Y por eso en Europa se generó como anticuerpo la llamada democracia militante y las garantías conexas que apuntan a evitar que fuerzas claramente antidemocráticas se aprovechen de los espacios de libertad para, abusando de ellos, cavar la tumba de la propia democracia. Esa filosofía se trasladó en Alemania a la propia arquitectura constitucional del Estado social y democrático de Derecho con una paralela prohibición de los partidos nazis. Pero incluso más allá de la propia Europa central, en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (cuya firma, el 4 de noviembre de 1950, refleja la imagen que acompaña este artículo), la libertad de expresión admite limitaciones que excluyen de su protección los discursos nazis, frontalmente antidemocráticos: el llamado “discurso del odio”. Todos tenemos el máximo de libertad de expresión, pero los nazis no lo tienen: a ellos no se les trata igual. Se les aplica, en definitiva, un “cordón sanitario” de tipo estructural vía prohibición de partidos, incluso vía restricción de algunos derechos fundamentales y todo ello sancionado con un derecho penal excepcional (el llamado “derecho penal del enemigo”).

Lo señalado, no en su detalle técnico pero sí en su esencia, es conocido y asumido en términos generales en nuestras democracias europeas. Pero históricamente solo se ha aceptado y practicado respecto de la excepción nazi. El consenso era, y sigue siendo todavía, total? al menos fuera de España. En los países vecinos no cabe contemporizar con la extrema derecha, al menos hasta la fecha. No hay espacio en esta contribución para diagnosticar el auge actual de las nuevas extremas derechas, pero en España las particularidades de la transición hicieron que se rechazara la democracia militante. Por decirlo sin ambages: como el fascismo no fue derrotado -el dictador murió en la cama-, no se le puso un cordón sanitario. No se prohibieron los partidos de la dictadura, ni sus símbolos. Ni siquiera se intentó una depuración que mereciera tal nombre en instituciones básicas como el Ejército, la Policía, la Guardia Civil, la judicatura, o en el funcionariado de prisiones o en cuerpos esenciales del funcionamiento de la administración. Se pasó página sin leerla, sin mirar para atrás, amnistiando responsabilidades pero también intentando incluso hacer desaparecer los hechos -la historia de lo ocurrido- en una especie de memoricidio a base de un silencio aterrador.

No deja de sorprender por tanto que, pasados más de 40 años de la transición, no solo no se quiera revisar la actitud de la democracia española contra el fascismo sino que, en la dirección opuesta, se pretenda llevar la lógica del cordón sanitario a las minorías políticas (nacionalismos periféricos) a Podemos e incluso al Partido Socialista. Menuda ironía: a rebufo de los herederos políticos de la dictadura franquista se pretende colocar un cordón sanitario a los demás.

La modélica transición española no fue tan modélica. Lo que tanto se reivindica para la política vasca respecto de ETA -peticiones de perdón, acusación de actitudes de connivencia con la violencia- no hace sino agrandar la incoherencia de una transición que bendijo la violencia de Estado. Y sobre arenas tan movedizas, tarde o temprano, acaban por crujir los cimientos. Ese crujido debería servir de alerta para que el juego político, en aras de la máxima limpieza democrática, o bien ponga un cordón sanitario al nazismo y al fascismo, o bien no se lo ponga a nadie.

Que unos actores políticos, por más que puedan tener un peso de representación política notable, se arroguen la capacidad de vetar es tendencialmente antidemocrático. Solo cuando el consenso de su rechazo es completo y universal (el caso del nazismo) tiene espacio. Pero no puede usarse como cortapisa del juego democrático, máxime cuando se utiliza por mayorías -de obediencia estatal- contra minorías periféricas pero mayoritarias en sus comunidades. También resulta inaceptable que la derecha use esa lógica contra la izquierda, en bloque. Debería hacer reflexionar muy seriamente que lo que en Europa es moneda común, el cordón sanitario a la extrema derecha, sea en España la nueva política incluso de los que se llaman liberales.