S EGÚN los últimos informes de diferentes organizaciones defensoras de los derechos humanos, Colombia ocupa el primer puesto mundial en cuanto a persecución y asesinatos de liderazgos sociales. Solo en el año 2018, en ese país 126 personas, de un total de 321 en el mundo, casi el 50%, incrementaron este fatídico ranking. Y en los tres primeros meses de 2019 se contabilizan ya más de 30 personas de idéntico perfil asesinadas.

La firma en el año 2016 de los Acuerdos de Paz entre la guerrilla de las FARC y el gobierno colombiano llevó a la sociedad de este país la esperanza de iniciar el camino hacia la paz después de casi 50 años de una guerra que había sacudido todos sus rincones. Sin embargo, a raíz de dicha firma el listado de persecuciones, criminalizaciones y muertes se ha incrementado a un ritmo casi superior al de los tiempos de la guerra si nos centramos en las víctimas que defendían los derechos humanos. Esto, además del hecho evidente de que el actual gobierno del presidente Iván Duque ha frenado casi hasta el sabotaje el cumplimiento de los mencionados acuerdos en muchos de sus puntos esenciales, tales como la justicia especial para la paz (JEP), uno de los ejes fundamentales para la reparación y recuperación de la convivencia, y también ha cerrado la posibilidad de abrir la mesa de conversaciones con la última guerrilla activa de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional (ELN).

Ante toda esta situación el secretario general de las Naciones Unidas, el portugués Antonio Guterres, expresaba recientemente de forma diplomática su “enorme preocupación” por la impunidad con que se están cometiendo estos ataques. Y el Relator Especial para la situación de los defensores de derechos humanos en el mundo, también parte de las Naciones Unidas, Michel Forst, denunciaba el aumento de los asesinatos de estos liderazgos mientras disminuía el número de homicidios globales en el país. Así, el ambiente de impunidad llega hasta tal punto que este Relator expresaba también que “me han horrorizado las versiones de los campesinos afro-colombianos e indígenas describiendo los ataques que enfrentan sin poder decir el nombre de los victimarios”. Por esta razón, pedía al estado colombiano la reacción necesaria, que tomara medidas reales y efectivas para acabar con estos escenarios de impunidad.

Respecto a los responsables de la situación, además de algunas disidencias de las diferentes guerrillas, la misma estaría propiciada en gran medida por el paramilitarismo, que nunca desapareció de Colombia y que ahora trata de ocupar aquellos espacios territoriales que la guerrilla desmovilizada de las FARC dejó libres. Ese paramilitarismo opera principalmente en negocios como el narcotráfico, el crimen organizado o la protección de intereses económicos múltiples. Y precisamente estos últimos están también muy presentes entre otros responsables (terratenientes, latifundistas, transnacionales extractivas) en este escenario y hoy pujan por ocupar y explotar esos territorios ricos en recursos naturales diversos. Hay que recordar que Colombia es uno de los países con mayor biodiversidad del mundo y eso, en términos económicos, se traduce para las transnacionales de todo tipo en una fuente inagotable de negocios y beneficios. Ante ambos procesos, el gobierno colombiano está o apoyando abiertamente a los segundos (poderes económicos), en aras del siempre recurrente discurso del desarrollo, o en una evidente pasividad ante los primeros (paramilitares), por garantizar estos un control territorial que el Estado no tiene capacidad para alcanzar y por su constante golpear a los diferentes agentes sociales que plantean la crítica política al sistema.

Todo lo hasta aquí señalado genera, además de los ataques continuos contra los defensores y defensoras de los derechos humanos y la persecución contra organizaciones sociales, indígenas, negras, de mujeres, campesinas..., una creciente extensión de la crisis humanitaria profunda. Así, aunque invisibilizada por la mayoría de los medios de comunicación masiva y alejada de las grandes declaraciones políticas, la realidad del creciente empobrecimiento de cada vez mayores capas de la población es una constante. De ello nos habla el hecho inocultable de que Colombia es el segundo país del mundo con mayor número de población desplazada interna, superando los siete millones. Personas que durante la guerra se vieron obligadas a huir de sus tierras, de sus comunidades y que hoy aún no pueden regresar ya que, en gran medida, el Estado sigue sin dar cumplimiento a su compromiso de facilitar la restitución de tierras.

De forma más reciente, desde el pasado 10 de marzo, se inicio la movilización (Minga) de los pueblos indígenas, comunidades negras, campesinas y otros sectores sociales en el suroccidente del país en reclamo del cumplimiento de antiguos acuerdos alcanzados con los gobiernos colombianos. Y también, entre otros, en denuncia de los continuos procesos de criminalización de la protesta y asesinatos de los liderazgos sociales. La respuesta del gobierno hasta la fecha está siendo la represión sistemática, que ya ha producido nuevas muertes y episodios continuos de violencia contra las comunidades hasta el punto de extender la solidaridad con dicha protesta a otros puntos del país. La Minga pide que el presidente Iván Duque, tan prolífico en declaraciones y acciones en el marco continental (Venezuela), se siente en una mesa de diálogo con estos sectores históricamente arrinconados y se alcancen compromisos firmes para mejorar verdaderamente las condiciones de vida y de derechos en la propia Colombia.

El interrogante final, ante la situación brevemente aquí descrita sobre Colombia y ante la permanente falta de informaciones sobre ella en la mayoría de los medios de comunicación, es la que da título a este texto. ¿Nos podemos imaginar este silencio informativo si solo una parte de esto estuviera ocurriendo en Venezuela?

Si existe un doble rasero que se evidencia en el tratamiento sobre este último país y la grave situación de emergencia social y política de otros, como Haití; constatamos asimismo esa doble moral política y mediática para con Venezuela y Colombia. Lo que es incluso más grave si cabe pues, además de invisibilizar lo que aquí está ocurriendo, es precisamente a Colombia a la que se presenta como una democracia avanzada y punta de lanza contra Venezuela. Demasiada hipocresía e injerencia externa para poder realmente construir un continente soberano y de justicia para las mayorías sociales.