UN gran sueño de la humanidad ha sido compartir grandes metas. Gracias a los avances tecnológicos, las personas y los pueblos hemos acercado fronteras y participado en proyectos comunes. Poco a poco, las herramientas de comunicación van creando una aldea global dando lugar a una sociedad globalizada que lleva a ciertos colectivos a encerrarse en un pequeño reducto de diferentes comportamientos ante la poderosa uniformización que se cierne sobre las diferentes culturas y el poder concentrado en cada vez menos manos. La globalización es un fenómeno imparable pero a la vez crece por doquier el rechazo a la misma ante los derroteros por los que nos lleva.

La dificultad práctica surge cuando tenemos que tomar decisiones a nivel más amplio y cuando nuestra salud y el futuro de nuestros hijos dependen de lo que hacemos a nivel colectivo. Entonces necesitamos tener una visión del mundo más honesta que la queramos compartir para buscar soluciones que nos afectan a todos.

El problema se llama también “globalización” cuando se ha convertido en una poderosa herramienta de control planetario de unos pocos que deja fuera la universalización de una justicia de mínimos. Crecimiento y más crecimiento pero no necesariamente reparto justo y desarrollo cuando ya sabemos de la rapiña que supone la obtención de los recursos naturales. El verdadero poder es muy activo para inocularnos la percepción de los hechos consumados, intocables, de imposible modificación, ante el temor de una concienciación a nivel mundial capaz de remover conciencias y solidaridades frente a los peligros que nos acechan, como es el caso del cambio climático.

En las últimas cumbres de la ONU sobre el clima, los países participantes se reafirman contra los peligros del cambio climático. Solo faltaba. Pero, una y otra vez, se sigue actuando de tal manera que no hacen sino acelerar lo que afirman querer evitar. Y así se ha venido actuando desde la primera cumbre celebrada en 1995. Es un comportamiento cínico y de huída hacia adelante, explicado en una conocida metáfora, La tragedia de los bienes comunes, publicada en la revista Science (1968) con la firma del ecologista Garrett Hardin, en la que describe lo que se oculta tras esta manera de proceder.

La metafórica de Hardin cuenta que unos pastores, impulsados por el acicate de incrementar sus ganancias particulares, no tienen reparos en agregar, sin límite alguno, más y más animales a unas tierras de pastoreo compartidas con otros ganaderos. De modo análogo a lo que sucede en el caso del cambio climático, todos los pastores quieren preservar el pasto aunque ninguno está dispuesto a asumir el sacrificio necesario para evitar su desaparición. Y al respecto, la propuesta correctiva de Hardin, para evitar que la libertad individual en el uso de los bienes comunes lleve a todos a la ruina, es la de establecer mecanismos coercitivos previamente acordados entre los miembros de la comunidad. Está claro que la conservación del pasto requiere de una acción colectiva. Solo hay que cambiar los pastores de la metáfora por los Estados y las grandes multinacionales que ya mandan más que Naciones Unidas.

¿Por qué nos resignamos a pensar que son imposibles los pactos y tratados de obligado cumplimiento entre los Estados? Supondría echar la toalla y dejarnos llevar por los nuevos flautistas de Hamelin. Nos han convencido de que tenemos mucho que perder si luchamos nada menos que por nuestra supervivencia y que es imposible un tratado internacional para estabilizar el clima del planeta mediante la reducción drástica de las emisiones de gases contaminantes.

El informe especial del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de octubre de 2108 indica que limitar el aumento de la temperatura media del planeta a 1,5oC no se logrará simplemente reduciendo las emisiones, sino que requerirá retirar el CO2 ya almacenado en la atmósfera. Esto es algo que requiere un cambio de comportamiento a gran escala, financiado globalmente y que involucra a todos los sectores de la sociedad.

Casi todos conocemos el problema de los plásticos, y de tantas otras cosas que a nivel individual tienen consecuencias. Pero la pasividad y la visión a corto plazo de perder bienestar nos corroe la solidaridad. Y de eso vive el selecto grupo de poderosos que han convertido el planeta en un patrimonio particular desafiando incluso a las leyes de la naturaleza.

Hardin fue muy criticado porque su metáfora se entendía bien y resultaba peligrosa aunque no fuera perfecta. De hecho, se ha ido desactivando a base de descalificaciones y de promesas que dan largas al problema. Lo que duele es el dedo apuntando a la relación entre libertad y responsabilidad que pide un amplio debate sobre las implicaciones económicas, políticas, humanas y financieras que tan poco gusta al verdadero poder, porque ahí salen a la luz las contradicciones entre los intereses individuales y los bienes públicos. Y los intereses egoístas a corto plazo de los ganaderos son incompatibles con los intereses colectivos a largo plazo del mantenimiento de los pastos para todos.

Queremos otra visión del problema, pero esto es lo que hay. Solo tenemos que mirar a nuestro alrededor y fijarnos en la cantidad de personas e instituciones que trabajan y viven desde la solidaridad universal a base de pequeños gestos continuados que ya no pasan desapercibidos. Mejor es que desmontemos el estado del malestar mundial mediante el cambio de actitudes antes de que sea demasiado tarde; aunque sea solo por nuestros hijos.* Analista