EN lo que llevamos de año hemos asistido a un aluvión de noticias sobre el conflicto que, en ciudades como Madrid y Barcelona, mantienen los taxistas y las empresas Uber y Cabify. Afortunadamente, parece que dicho conflicto no llegará a Euskadi, ni tampoco dichas empresas, no por lo menos, como vienen actuando en otros lugares. El motivo no es otro que la rápida y acertada intervención del Gobierno vasco y la buena disponibilidad de los representantes de los Vehículos de Turismo con Conductor (VTC) y de los taxistas para regular desde el consenso la normativa sobre arrendamiento de vehículos con conductor. Ello no obstante, el fenómeno de la Uberización de la economía va más allá del conflicto mencionado y conlleva una serie de riesgos. Efectivamente, este fenómeno está creando un modelo de mercado atípico que se caracteriza por un nuevo reparto de las ganancias y de los riegos, en la medida en que los riesgos de la actividad económica se desplazan ahora al último eslabón de la cadena.

Podríamos pensar que los avances tecnológicos debieran traer consigo avances sociales. Pero la Uberización de la economía demuestra que puede suceder justo lo contrario. Bajo el pretexto de la era digital y de un nuevo tiempo, no falta quien ha preconizado incluso el fin del Derecho del Trabajo, por considerar que no se ajusta a las nuevas formas de prestación de servicios. Nada más lejos de la realidad, pues la precarización de las condiciones laborales que conlleva este fenómeno no se debe en sí a las nuevas tecnologías, sino, más bien, al mal uso de las mismas. Cuestión distinta es que el Derecho del Trabajo deba buscar nuevos indicios que determinen la existencia de las principales notas que lo caracterizan, dado que los indicios están cambiando con la aplicación de las nuevas tecnologías al mundo del trabajo.

En parte, nos situamos ante un viejo problema que tiende a aflorar en períodos de crisis: la huida del Derecho del Trabajo y, con ello, la apuesta por los falsos autónomos. Sin embargo, las nuevas formas de prestar servicios a través de plataformas digitales o de aplicaciones informáticas han fomentado, en muchos casos, una nueva forma de economía informal, buscada malintencionadamente por quien realmente controla la organización y dirección del trabajo pero no quiere reconocerse como empresario laboral. Se crean así unas estructuras que merman la sana competencia y conllevan la deshumanización de las relaciones de trabajo. Unas estructuras que hacen que las actividades económicas que están detrás de las mismas se encuentren insuficientemente protegidas o totalmente desprotegidas por la legislación laboral. Es el caso de muchas start-ups. Así empezaron, entre otras, Google, Twitter, Facebook o Tuenti, para transformarse en grandes empresas con elevados ingresos y beneficios económicos. Miles de personas son contratadas, aparentemente, como autónomos, para realizar microtareas, en las que, con frecuencia, se desvirtúan las nociones de tiempo y lugar de la prestación de servicios, y, con ello, las notas típicas de laboralidad.

En el caso de empresas como Uber y Cabify, sometidas a licencias VTC, la resistencia a la concesión de licencias podría ampararse, más allá de las estrictas razones de competencia desleal alegadas, también en motivos de defraudación de condiciones laborales, pues la normativa sobre ordenación de transportes terrestres establece como condición para el otorgamiento de las autorizaciones de arrendamiento de vehículos con conductor el cumplimiento, entre otras, de las obligaciones de carácter laboral y social. En este sentido, no cabe olvidar que la STJUE de 20 de diciembre de 2017 concluye que los servicios prestados por Uber deben considerarse servicios de transporte y no una mera intermediación entre un conductor no profesional que utiliza su propio vehículo y una persona que desea realizar un desplazamiento urbano, y tampoco un servicio exclusivamente propio de la sociedad de la información. Así, según el tribunal, Uber organiza, en toda regla, un servicio de transporte, ya que no se limita a prestar un servicio de intermediación, sino que, al mismo tiempo, ofrece servicios de transporte urbano; una oferta que hace accesible concretamente mediante herramientas informáticas que le pertenecen y cuyo funcionamiento general organiza. Precisamente, partiendo de dicha conclusión, las consideraciones que acto seguido realiza el propio tribunal acerca de la forma de actuar de Uber nos ofrecen un haz de indicios conforme a los cuales cabe la posibilidad de plantearse la naturaleza laboral de la relación existente entre Uber y los conductores. De este modo, es Uber quien selecciona a los conductores, a quienes proporciona una aplicación informática sin la cual, por una parte, no estarían en condiciones de prestar servicios de transporte, y, por otra parte, las personas que desean realizar un desplazamiento urbano no podrían recurrir a los servicios de dichos conductores. Además, Uber ejerce una influencia decisiva sobre las condiciones de las prestaciones efectuadas por estos conductores. En efecto, mediante la aplicación epónima, establece el precio máximo del servicio; en todo caso, recibe de los clientes el precio correspondiente para después abonar una parte al conductor; ejerce cierto control sobre la calidad de los vehículos, así como sobre la idoneidad y el comportamiento de los conductores, lo que en su caso puede conllevar la exclusión de estos.

En cualquier caso, tal y como señala el tribunal, dado que no existen normas comunes en la Unión Europea sobre los servicios de transporte urbano no colectivo y los servicios indisociablemente vinculados a ellos, como resulta ser el servicio de intermediación, incumbe a los Estados miembros regular las condiciones de prestación de tales servicios.

En virtud de lo establecido en el Real Decreto-ley 13/2018, de 28 de septiembre, las Comunidades Autónomas, en cuanto competentes para otorgar las autorizaciones de arrendamiento de vehículos con conductor, pueden fijar algunas condiciones de explotación, en materia de precontratación, solicitud de servicios, captación de clientes, recorridos mínimos y máximos, servicios u horarios obligatorios y especificaciones técnicas del vehículo. Obviamente, ello no afecta al cumplimiento de las obligaciones de carácter laboral y social que deben cumplirse en todo caso. Pero a la luz de la mencionada sentencia del TJUE sería preciso averiguar con más detenimiento la naturaleza del vínculo profesional entre Uber y los conductores. Una tarea que, por ejemplo, en Estados Unidos y Reino Unido se ha llevado a cabo por los tribunales, para concluir que existe una relación laboral, lo que también ha sido defendido en varios informes de la Inspección de Trabajo en España. Pero la falta de demandas por parte de los conductores y, en consecuencia, de pronunciamientos judiciales al respecto, mantendrá en el limbo jurídico su situación profesional.

A buen seguro, y pese a que las similitudes en el modus operandi no son siempre concluyentes y deba estarse a las específicas circunstancias de cada caso concreto, pueden resultar de interés los casos Deliveroo y Glovo. Así, mientras que en el primer caso, un Juzgado de lo Social de Valencia ha dictaminado, mediante sentencia de 1 de junio de 2018, que existe relación laboral, en el segundo caso, un Juzgado de lo Social, mediante sentencia de 3 de septiembre de 2018, niega tal relación y se decanta por reconocer a los repartidores la naturaleza de trabajadores autónomos económicamente dependientes.

En todo caso, ante el riesgo de indeterminación de la naturaleza jurídica del vínculo profesional y, por tanto, del aumento de la economía informal, que se produce por el fenómeno de la uberización, la OIT aprobó en 2015 la Recomendación 204 sobre la transición de la economía informal a la economía formal. En la misma se reconoce expresamente que la alta incidencia de la economía informal representa un importante obstáculo para los derechos de los trabajadores, así como para la protección social, las condiciones de trabajo digno, el desarrollo inclusivo y el Estado de Derecho, y tiene consecuencias negativas para el desarrollo de empresas sostenibles, los ingresos públicos y el ámbito de actuación de los gobiernos, en particular por lo que se refiere a las políticas económicas, sociales y ambientales, así como para la solidez de las instituciones y la competencia leal en los mercados nacionales e internacionales.

Entre las soluciones que plantea la OIT para enfrentarse a la economía informal destacan el fomento de un entorno empresarial y de inversión propicio, el acceso a servicios financieros, mercados e infraestructura y tecnología, y la promoción de estrategias de desarrollo local. Sin duda, todo ello requiere de una estrecha colaboración público-privada que sirva de apoyo a empresas y autónomos.