UN niño de apenas 2 años fue tragado por un agujero que personas, con uso de razón, habían abierto en el suelo. Probablemente, el orificio fue abierto con intención nada abyecta ni malintencionada, incluso quienes lo abrieron estuvieron bien orientados y solo buscaban agua para calmar su sed. Lo cierto es que del agujero no brotó el agua aunque quedó para los restos abierto (al menos, mal cerrado) y se convirtió en una trampa mortal. El niño Julen, persiguiendo una ilusión infantil, o fidelísimo a una regla de algún juego de niños, cayó al abismo oscuro y sombrío por aquel agujero que se había sido hecho para calmar la sed y, sin embargo, nos empachó a todos de angustia.

Durante diez días me desperté cada mañana con prisa por saber cómo iban los trabajos de su rescate, veía las imágenes de las televisiones y me hacía un programa informativo, para mí mismo, porque las noticias llegaban conforme los hechos se iban produciendo. Las vicisitudes y los imprevistos fueron lo predominante en las crónicas que primero programaron el final del rescate en apenas cinco días aunque se convirtieran luego en diez. Cada vez que hablaba uno de los trabajadores, tan diversos, que se ocuparon en el rescate, era yo el que estaba trabajando, porque la vida de una persona (aunque se trate de una sola) no admite escatimar esfuerzos ni costes económicos. Recuperar a Julen bien valía que se rasparan los montes, que se horadaran las tierras o que se ignoraran las bellezas del paisaje. Más aun, Julen bien valía todo el dinero que se estaba gastando para buscarle porque las vidas humanas son irrepetibles y un niño no solo es una vida humana sino que es una esperanza. Julen era todo eso; y más, una razón para sentirnos todos involucrados en el impulso de encontrarle con vida. Yo lo viví de ese modo: era un niño, una persona, una vida, y eso justificaba todo lo demás.

Por todo esto, nadie se sintió sorprendido porque el rescate de Julen costase tanto dinero a las arcas públicas. Dada la dimensión cualitativa, lo cuantitativo cayó en el olvido. La visión del niño Julen, aunque desgraciadamente fuera rescatado sin vida, tranquilizó a todos los que esperábamos su llegada.

En el primer fin de semana de febrero los diarios han recogido una noticia diferente, pero igualmente ejemplar. La película Campeones ha conseguido el premio en la 33ª edición de los Premios Goya. Se trata de una película muy significativa porque, entre otras cosas y al margen de la brillantez del propio filme, está protagonizada por personas con discapacidad, entre las que sobresalió en la gala quien fue premiado como actor revelación, un ciego (solo conserva un 10% de visión en uno de sus ojos) que acudió a recibir el premio auxiliado por lazarillos. Jesús Vidal -que era quien representa en la película a un baloncestista hipocondríaco-, acudió al recibimiento de la estatua del alocado pintor acompañado por otras personas con discapacidad y no desaprovechó la oportunidad. Trasladó su sorpresa al público: “Ustedes, señoras y señores de la Academia, no saben lo que han hecho?¡Ustedes han distinguido a un actor con discapacidad!”. Claro, que Jesús Vidal no es un discapacitado más, porque es filólogo y tiene en su poder un máster de periodismo, entre otras cosas. Por eso su llamada a la reflexión (“me vienen a la cabeza tres palabras: inclusión, diversidad y visibilidad”) no abandonó la brillantez: “Me gustaría tener un hijo como yo si tengo unos padres como vosotros”. Tal vez creía Jesús Vidal que todos los que habían acudido a la gala tenían su mismo espíritu?

?Pero no. La sociedad en que vivimos no es tan comprensiva ni tan buena. Allí, en medio de aquella suntuosidad donde cada cual lucía sus joyas más vistosas y sus prendas más valoradas, las lágrimas brotaron e hicieron brillar los ojos porque casi todos se sintieron emocionados con las palabras del premiado. Siempre es bello escuchar a quien acarrea las dificultades propias de una discapacidad y lo hace desde el optimismo, como si su vida no encontrara en su discapacidad un hándicap sino un privilegio. Pero cabe la posibilidad de que sean muchos, demasiados, los que piensen que Jesús Vidal es un acomodado de nuestra sociedad. Sí, no hay duda de que ha bebido la miel del triunfo, pero su discapacidad no queda superada porque haya sido premiado con tanto boato y notabilidad. Seguirá siendo una persona con discapacidad, con lo que ello supone de sufrimiento y de falta de equidad respecto a sus semejantes.

Y bien, de lo dicho hasta ahora podríamos concluir que vivimos en una sociedad justa y equilibrada, que no solo invierte todo lo que tiene (incluso lo que no tiene) para salvar a un niño accidentado, sino que valora y premia su esfuerzo a los discapacitados como si fueran capacitados. Es decir, que vivimos en una sociedad íntegra e integradora que se entrega sin reservas a la construcción de una comunidad humana igualitaria. Y no es así. También en los niveles sociales más humildes hay alguna excepción que, en la gran mayoría de los casos, solo sirve para que los más pobres parezcan satisfechos. A la postre, estas excepciones que confirman la regla solo sirven para enrabietar a quienes, como yo, no paramos de leer en las mismas páginas de los diarios cómo las injusticias son norma de comportamiento.

Por ejemplo, léase el titular del pasado jueves: “Más de 770 inmigrantes murieron ahogados en 2018 al intentar llegar a España”. Los inmigrantes -como la infancia desprotegida, o las personas con discapacidad, o quienes no disponen de recursos suficientes-, son los parias (unos de ellos) de la Tierra a los que se refiere la letra de La Internacional. Esos parias ocupan las páginas de los periódicos sin que los que no somos parias nos inmutemos. El debate es entre ricos y pobres, entre quienes tienen más y quienes tienen menos o incluso no tienen prácticamente nada. Que Jesús Vidal haya obtenido un Premio Goya resulta tan extraordinario como extraño e inesperado. Cuando el máximo responsable de Acnur, Filippo Grandi, ha pontificado que “salvar las vidas en el mar no es una opción ni una cuestión política, sino una obligación”, solo ha denunciado una injusticia que define las actitudes más acendradas en nuestra Humanidad.

Vivimos en un mundo lleno de injusticias. Por eso, cuando los agentes sociales se vuelcan para salvar a un niño accidentado o se concede un premio a alguien que parecía tan poco dotado para conseguirlo como Jesús Vidal, la emoción nos invade y nos convierte en plañideras. Eso sí, ponemos el grito en el cielo cuando algún muchacho, menor y llegado de los lugares pobres, delinque aunque lo haga venialmente. Se les llama mena (menores no acompañados), sin habernos parado a sopesar que se trata de menores a los que la familia, que es guía y protección de cualquier menor, les ha dejado solos y desamparados. ¿No sería mucho más lógico que los llamáramos “menores abandonados”?

El pecado más grave de nuestra sociedad tiene mucho que ver con la hipocresía que nos aqueja, que nos hace ser más justicieros que justos, que nos erige en jueces para no aceptar que somos unos testigos insensibles e impasibles ante la pobreza y la injusticia que, en buena medida, da sentido a La Internacional que ya casi nadie se atreve a cantar.