LAS fotografías captan un momento efímero entre las coordenadas de espacio y tiempo. Es la captura de una secuencia dinámica irrepetible porque por mucho que se parezcan las instantáneas entre sí, por mucho que sean ejecutadas consecutivamente en ráfagas inmediatas, siempre presentan matices diferenciados, lo que hace que cada imagen resulte genuina y única. Las fotos, muchas de ellas, además de presentar una realidad determinada, contextualizan la imagen. La dotan de historia, de significados que van más allá de un encuadre, de una luz o un contraste.

La última foto comentada cuyo desarrollo me encantó la publicó mi amigo Txema Montero en el diario DEIA. Era una ilustración histórica; el encuentro en 1914 de Pancho Villa y Emiliano Zapata en el salón presidencial de la república mexicana tras la victoria de los revolucionarios. Un momentazo inmortalizado magníficamente en una instantánea en la que una masa coral de personajes rodeaba y acompañaba a los líderes Zapata y Villa, aposentado en la silla presidencial de Porfirio Díaz, el mandatario derrotado.

La fotografía que hoy someto a análisis es mucho más reciente y, probablemente tenga mucho menos épica y significado histórico. Fue un posado. No una estampa improvisada. Ni un robado, que dirían los paparazzi del colorín. Fue un voluntario y buscado bodegón humano en toda regla al que solo faltó la alfombra roja y el photocall.

El retrato coral se captó el pasado domingo en la madrileña plaza de Colón. Tras una concentración reivindicativa “por la unidad de España” y en demanda de “elecciones ya”, los promotores del evento fueron llamados a posar ante las cámaras para dejar huella de su iniciativa. La comitiva de próceres patriotas subió al monumento del descubrimiento de América. En su muro pétreo se podía leer la palabra “Capitulación”, lo que ya era un indicio del carácter que aquel encuentro tenía. A la mayoría de los intervinientes en el mural se la veía enardecida. Se creían protagonistas de una gesta de raíces épicas. Como don Pelayo en el inicio de una nueva “reconquista de los corazones”.

Con anterioridad al fotograma, como ocurre en toda buena imagen de familia, el orden del cuadro costó en hacerse. Y como en cualquier acto de resonancia pública, se vivió una pugna por el protocolo. En el centro de la imagen, dos protagonistas buscaban el primer plano a codazos. Uno era Maroto, que pretendía ganar la posición a un desconocido personaje que braceaba mejor que el vitoriano. Codo va, codo viene. Como dos chiquillos que se pelean por estar delante. El bracilargo era un tal Cristiano. No era Ronaldo, aunque manejara los codos mejor que el defraudador portugués a la salida de un córner. Era Cristiano Brown, líder de UPyD. ¿UPyD? Sí. ¿Pero no se había desintegrado? Pues no. Y ahí estaba el sucesor de Rosa Díez y Gorka Maneiro para acreditarlo. Buscando hueco a golpe de brazo.

Rivera no quiso aparecer solo junto a Casado y Abascal. Rompiendo el compromiso contraído, quiso estar arropado de los suyos para hacer más numerosa la estampa. Como quien huye de una imagen conjunta con el cuñado indeseable. El joven líder de Ciudadanos estaba nervioso. Incómodo ante la tesitura en la que se veía envuelto. Momentos antes, integrado entre la gente, había compartido concentración con Garicano, Manuel Valls y Mario Vargas Llosa. Su gurú económico, con menos luces que un barco contrabandista, debió perderse en la espesura. El ex primer ministro galo desapareció a la francesa en cuanto alguien mencionó la posibilidad de una foto en la que se compartiera encuadre con los espartanos hoplitas de Vox. Y el tercero, el patriota español-peruano, se esfumó de la escena. Como Pantaleón en busca de las visitadoras, el nobel hizo mutis y dejó al joven valor del Íbex-35 sin escolta que le resguardara. Así que, abrumado por la posible compañía y temeroso del reproche que pudiera tener de los líderes europeos, se hizo rodear de sus candidatos madrileños. Y del peón negro Girauta, un buen guardaespaldas para cualquier momento.

Rivera jugaba al despiste. Hasta se hizo acompañar de banderas arcoíris para diferenciarse de tanta enseña preconstitucional, pero por mucho que pretendiera desviar la mirada hacia otro lado, su propósito fue inútil. Estaba allí, en el mismo tiro de cámara que sus asociados boinas verdes y la rojigualda con el pollo levantisco. Se lo tendrá que explicar a Macron o a quienes activamente han trabajado para combatir a la extrema derecha en Europa.

En el centro del encuadre de la instantánea se aposentó Pablo Casado. Con él, su portavoz, Dolors Monserrat; y los primos navarros y asturianos de UPN y Foro Asturias, Yolanda Ibáñez y Carmen Moriyón. El presidente del PP parecía pagado de sí mismo. Henchido de orgullo y satisfacción. Lleva un tiempo así, en levitación nacional. Por eso, cuando habla se desparrama. Se desborda y no sabe diferenciar entre lo real y lo imaginario. La verdad y la postverdad. Se cree en las Termópilas dispuesto a acabar con el ejército de Jerjes Sánchez; el “felón”, el “traidor”.

En posición de firmes, como los buenos soldados a la llamada de cornetín de mando, invocaba a “la unidad”. Pero por mucho que Casado se crea protagonista, su altura de estadista no medrará como la de Sarkozy y sus alzas en los zapatos. Cada exceso de su nueva política “sin complejos” le empequeñece y hace que su partido, poco a poco, pierda fuerza en beneficio de quien no necesita hiperventilarse para demostrar rudeza porque de por sí su carácter es así de natural. Naturalmente extremo quería decir.

Casado pierde y gana quien ha emergido del propio PP para emanciparse como formación propia. Es el Leónidas de la foto: Abascal. El caudillo de los “españoles de bien” que definiría su lugarteniente Ortega Smith.

En la foto está situado en su sitio. A la derecha, en el extremo. Su mirada es altiva y desafiante. Sólo le faltaba arengar a la tropa. “¡Por España! ¡Por una patria grande y libre!”. Entonces escucharíamos por respuesta el grito de los espartanos de la foto. Un rugido repetido: “¡Aú, Aú, Aú!”.

Quienes convocaron la concentración patriótica española del pasado domingo se habían propuesto trasladar un mensaje nítido a la opinión pública. Un mensaje de unidad y fuerza de cara a la delicada coyuntura política vivida en el Estado. Sin embargo, ni las mentiras contenidas en el comunicado leído, ni el pinchazo en la movilización, ni la falta de propuesta política alguna salvo la mano dura, consiguieron que el objetivo se cumpliera. Lo que sí provocó la foto de las Termópilas fue inducir al miedo. Miedo al enfrentamiento, a la radicalidad. A volver al pasado más oscuro. Y el miedo es un componente muy peligroso de utilizar porque su socialización puede mover voluntades insospechadas. Es probable que una parte de quienes han impulsado la unidad de acción de las derechas para forzar el cambio político en España no hayan sopesado esa posibilidad de despertar y movilizar a un electorado aletargado hasta ahora. Si no lo han tenido en cuenta, pagarán las consecuencias y , de manera especial, el PP de Casado, cuya ciega estrategia por acabar con Sánchez puede provocarle un corrimiento de votos que propicie el sorpasso de Ciudadanos y el trasvase de una parte de sus apoyos al lado más oscuro de la derecha. Si esto ocurre, y todo apunta a que así sea, Casado será el responsable del final de una carrera delirante y autodestructiva.

Querían elecciones anticipadas y ya las tienen. El 28 de abril. Tras una semana de pasión, Sánchez pretende resucitar en el tiempo de Pascua. El inquilino de La Moncloa no quiere que sus baronías entorpezcan su campaña. Ganará o perderá él buscando la centralidad y el refugio de la izquierda ante el previsible naufragio de Podemos.

La política líquida española se transformará en gaseosa. Y la desafección provocada por ésta se acrecentará aún más en Euskadi, acostumbrada a la solidez de las cosas con fundamento. Una solidez demostrada en los acuerdos que se siguen sucediendo a pesar de gobernar en minoría. Como las tres leyes aprobadas en el Parlamento (incremento salarial funcionarios, RGI y enseñanza concertada y universitaria) o la difícil cuadratura alcanzada en materia de financiación entre diputaciones, ayuntamientos y gobierno. Cada cual tiene su foto, su experiencia y el descargo de su influencia. Ahora toca a la gente decidir con qué retrato quedarse.