LO que no tiene sentido en nuestros días es que llevemos los asuntos colectivos y complejos a las máximas simplificaciones, presentando las posiciones binarias extremas de bueno o malo, independencia o sumisión, de democracia o dictadura, o de global o local, como únicas alternativas. Calificar el nacionalismo de veneno por la autoridad europea, como hemos leído hace unos días, es tan absurdo como calificar al centralismo europeo como el origen de todos los males que nos aquejan. Estas posturas binarias no nos aportan nada positivo sino que, al contrario, avivan los indeseados conflictos en las relaciones personales y grupales, afectando negativamente a las imprescindibles relaciones de cooperación y de reciprocidad inherentes a cualquier proceso de unión de intereses.

No hay unión si no es entre distintos, ya que los iguales están unidos de manera muy natural; se asocian para defender sus intereses. Y lo hacen con más fuerza aún si les proporcionamos relatos en los que sus problemas se deben a otros grupos distintos, que responden también agrupados por motivos defensivos. Todos sabemos que los animales sociales -y en particular los mamíferos- recurren a la defensa del territorio (recursos) y la jerarquía (castas), para administrar el poder y ordenar los comportamientos internos y externos de los grupos. Pero los humanos hemos superado estas pautas primitivas cuando hemos abordado la declaración de derechos universales, la separación de poderes y las normas legales, situando al individuo como igual en derechos a sabiendas de que los individuos son muy distintos entre sí en capacidades y aspiraciones.

Volver a los planteamientos binarios, en cualquier disciplina, es pensar viejo, es caminar marcha atrás, es volver a posiciones imposibles a efectos prácticos, y es renunciar y negar el camino que se abre en la necesaria complementariedad y reciprocidad con el distinto. Reconocer en lo distinto valores y capacidades que nos faltan y que nos son útiles es el único camino para salir de la descalificación entre distintos. Todo ello se construye desde un mejor conocimiento del otro y del reconocimiento de sus capacidades. También Paracelso, en este sentido, nos recordaba que “quien no conoce nada, no ama nada. Quien no puede hacer nada, no comprende nada. Quien nada comprende, nada vale. Pero quien comprende también ama, observa, ve... Cuanto mayor es el conocimiento inherente a una cosa, más grande es el amor... Quien cree que todas las frutas maduran al mismo tiempo que las frutillas nada sabe acerca de las uvas”.

Conocer desde la proximidad Esta secuencia que encadena el conocimiento previo de algo y su posterior aprecio, inicia los primeros pasos de una posible unión y posterior cooperación. El primer paso requiere conocer desde la proximidad y la atención a lo pequeño y cercano. Comprender lo pequeño y unir capacidades para resolver distintas situaciones personales desde lo local, está en la esencia y en la identidad de las culturas. Las buenas soluciones dependen de lo particular, del conocimiento de lo específico y se construyen a través de los vínculos relacionales de las personas y de estas con su entorno. El valor y el desarrollo de lo próximo -lo local- son dos activos sociales muy importantes que apenas reconocemos ni usamos, en el diseño de las soluciones que damos a los retos sociales de alto valor personal como la educación, la salud, el bienestar y la cultura.

Por otra parte, el culto a la dimensión en las cuestiones relativas a la producción, la normalización, la visión industrial de la economía y a la globalización nos conduce a valorar lo grande, lo estándar y lo colectivamente global. Este enfoque, inserto en la llamada buena gestión de lo público y lo privado, nos lleva a enfrentar sistemáticamente dos visiones en todos los órdenes de la vida personal y colectiva: centralización versus descentralización; concentración versus desconcentración; globalización frente a localización; independencias frente a constitucionalismo. Fomentar entre los ciudadanos estos debates binarios es destruir por mucho tiempo las bases de cualquier pedagogía de convivencia constructiva. Es fácil, siguiendo estas técnicas, conseguir enfrentar a colectivos que alimentan posiciones defensivas y de inculpación fácil del otro.

Es penoso someterles a consultas sobre opciones extremas, porque la mera consulta -la pregunta binaria- es retroceder por un camino de difícil retorno. No conseguimos progresar entre distintos si las relaciones gana-gana no superan por mucho a las gana-pierde o a las pierde-pierde. Estas dos últimas prosperan y se enquistan en épocas de crisis. Salir de ellas es abordar el sensato camino irreversible de observar los beneficios mutuos bajo principios de unión, reconocimiento del otro como mejor en cosas valiosas, en aportaciones mutuas y en la creación de espacios gana-gana. Esto es posible y necesario, pero requiere actitudes distintas de ciudadanos y dirigentes, y no solo eso, sino también de muy altas capacidades de liderazgo cooperativo, por lo general, ausentes.

Individualización e industralización Las dos corrientes socioeconómicas que dibujan el futuro son la individualización y la industrialización. La individualización que se manifiesta en el reconocimiento de los derechos individuales -dignidad, igualdad, libertad- en detrimento de las importantes obligaciones que las generaciones anteriores tenían con los colectivos próximos como la familia, los vecinos o los menos favorecidos. Y la industrialización, entendida como la capacidad de producir, gestionar y distribuir cosas o servicios en grandes dimensiones, buscando la máxima eficiencia posible para competir en una dinámica de creciente productividad. Esta tendencia hacia la eficiencia en todo se alinea perfectamente con los objetivos económicos de la tecnología y la globalización.

Estas dos corrientes -individualización e industrialización- constituyen el fondo de los debates sobre cómo dimensionar los recursos económicos de los distintos territorios o instituciones que los gestionan. También determinan cómo es la distribución de competencias en las atribuciones de dichas instituciones, cómo se decide sobre las soluciones posibles frente a un problema social, o qué prioridades se aplican a los distintos capítulos de las demandas colectivas. La acumulación de acuerdos, los derechos adquiridos, las negociaciones inacabadas, las normas a distintos niveles y las realidades históricas conducen a una amalgama de principios y soluciones de enorme complejidad. Avanzar sobre ella se hace cada vez más difícil y, si se resuelve algo, lo es en forma de vencedores y perdedores, en una lucha indefinida sobre los principios y eterna sobre qué competencia es de cada quien. El pensamiento binario nos mantiene atascados. Este nos dice que más autonomía es menos centralismo y al revés. Y si, año tras año, los partidos políticos se van reposicionando, cambiando tácticamente de matiz para lograr votos, la niebla se torna oscuridad total. Los sistemas de representación se alejan más y más, y los ciudadanos se van desconectando. La desafección política es, por tanto, un fenómeno creciente, salvo que recurramos a las emociones identitarias y a la defensa grupal. Los problemas cotidianos de los ciudadanos no se resuelven cambiando los niveles de competencias de las instituciones, sino logrando que los servicios que reciben sean más personalizados y cercanos. Y a la vez, consiguiendo que el aprovechamiento de los recursos empleados se haga de forma mucho más eficaz. Estas dos demandas básicas se corresponden respectivamente con la personalización y la cercanía en lo relativo a los servicios a personas, y con la gestión eficiente en el empleo de recursos materiales que ha demostrado la industria en la gestión de las cosas.

Sobre la eficiencia En algo podríamos estar de acuerdo, siguiendo los sabios consejos de Paracelso, en los que conocer es comprender para actuar y en los que las recetas extremas -nada o todo- siempre son veneno. Dado que los niveles jerárquicos y territoriales siguen siendo nuestro modo de identificarnos y agruparnos, podemos pensar que llevar a los niveles más cercanos posibles las competencias sobre asuntos vinculados directamente a las personas, se alinea con ese deseo de mejora en los servicios. Y por otra parte, agrupar hacia arriba en mayores capacidades la gestión de los recursos materiales también es bueno, en línea con la eficiencia. Y esto es aplicable desde la comunidad de vecinos hasta la Unión Europea y más allá, como en el tema del cambio climático.

El equilibrio de Paracelso es buscar la eficacia en lo pequeño y la eficiencia en lo grande. Es una buena guía -con más de 500 años- para ese pensar nuevo, tan necesario en la organización de lo público y en la regulación de los modos de decidir y gestionar. Hoy, las tecnologías pueden hacer cambiar mucho y en poco tiempo las cosas de lo cotidiano, de la personalización en lo pequeño, y también en la gestión de lo muy grande. Pero si vamos construyendo los sistemas de decisión, representación y gestión de lo colectivo de forma inadecuada, el poder de estas tecnologías se nos volverá en contra, creando situaciones no deseadas y, peor aún, espacios de contraposición social y política de difícil arreglo y enorme coste material.