ES una percepción generalmente admitida, al menos en el entorno ibérico, que Catalunya en general y Barcelona en particular constituyen entidades humanas de un enorme dinamismo y con unas capacidades muy desarrolladas para todo cuanto se relacione con la cultura y el deporte. En este clima de saludables Jocs Florals, solo hay una palabra que consigue atragantar, tan solo al oírla, a un número creciente de catalanes: Madrid. En general, la ira se torna irreversible y duradera si la referencia guarda alguna relación con el fútbol de Primera División. Sensu contrario, al oír el binomio “Catalunya independiente” se activan todas las adrenalinas y vuelven las prepotencias del “se van a enterar” de tan vieja raigambre autoritaria para quienes “ser español es de las pocas cosas serias que hay en el mundo”.
Por ello, sorprende sobremanera que se haya llegado, conducidos por unos políticos no sé si acomodaticios, prepotentes, ineptos, fantasiosos, surrealistas o suicidas a la actual situación de impasse y desorientación colectiva en la que nos encontramos: con dos bandos en beligerancia y abiertamente enfrentados, cuyos modos y resoluciones -emulando quizá, los temores del president Tarradellas- se puedan calificar como maneras variadas de hacer el ridículo. Si no fuera aún peor, tal y como representa Goya en el conocido cuadro Duelo a garrotazos. Tampoco es cuestión de buscar ahora y señalar a culpables, que “haber, haylos y muchos”, sino de, al menos quienes estamos muy alejados de la zona de fuego, intentar ayudar en algo para tratar de ir deshaciendo el entuerto. Aunque siempre desde el temor de enmarañarlo aún más, siguiendo el triste síndrome Kerensky, que nos asignan las vanguardias de la batalla.
Un caso de hace 160 años Por si sirve, voy a referirme a una circunstancia, que tiene alguna semejanza con la cuestión que ahora nos aprieta y que ocurrió hace unos 160 años. Me refiero a las dificultades y luchas políticas que acaecieron en Barcelona y sus pueblos de alrededor con motivo de la tramitación y aprobación del Plan de Ensanche redactado por Ildefonso Cerdá. Aunque su autor era catalán, fue duramente combatido y ridiculizado por gran parte del establishement catalán-barcelonés del momento, agrupado en torno al Ateneu Catalá, luego Barcelonès y encabezados por Pau Milá i Fontanals. Gran parte de la intelligentsia (Doménech i Montaner, Marià Fortuny, Manuel Duran i Bas, Juan Mañé i Flaquer y posteriormente el insigne político y arquitecto Puig i Cadafalch, etc.) se levantó y mantuvo en descalificaciones y astucias con tal de rechazar aquel inmenso monumento al pensamiento racional, novedad urbanística para el crecimiento y la modernidad de Barcelona; todo ello bajo la acusación mayor: la de representar una imposición del Gobierno central. De Madrid, naturalmente.
Pugna difícil de comprender tanto por la cualidad profesional y cantidad de los oponentes, su barcelonismo y catalanismo bien probados, como por lo enconado y poco cortés de la controversia. Pero, ya se sabe, cuando las cosas se enzarzan políticamente, no hay manera de que nadie pare hasta la catástrofe final. Y los años 50 del siglo XIX fueron especialmente convulsos en España.
Bienio progresista (1854-1856), reinado de Isabel II, asonadas militares por doquier, peleas en torno al límite de la zona táctica de la plaza militar, derribo de murallas, una huelga general en Barcelona (1855), luchas obreras y pugna por las competencias entre el Ayuntamiento de Barcelona y los ministerios del Gobierno; todo ello en los momentos iniciales en los que se dirimen los grandes liderazgos y otros prestigios nacionales en Europa, entre Francia y Alemania principalmente.
El asunto de construir la ciudad no era sencillo, con una enorme complejidad e implicaciones muy profundas, ante la magnitud de las decisiones a tomar, en pleno periodo de iniciación y auge de los ferrocarriles y el telégrafo. Y apenas un par de años después de la publicación del Manifiesto Comunista el año 1848. Fue en este contexto y en plena disquisición higienista entre los planes urbanísticos del Ayuntamiento de Barcelona, cuando se convoca un concurso como respuesta apresurada a un encargo ministerial previo, en la persona del ingeniero Ildefonso Cerdá. Finalmente, el Ministerio de Fomento, el 9 de junio de 1858, aprueba el Plan de Cerdá desechando las propuestas municipales y el 8 de julio de 1860 ordena su ejecución. Será el 4 de septiembre de 1860 cuando la reina Isabel II protagoniza el acto inaugural de la construcción del Eixample, cuentan las crónicas que con la colocación de la primera piedra en la Plaza de Catalunya.
De inmediato se desplegaron por doquier toda una batería de folletines, libelos bajo seudónimo y argucias de una innoble intriga. Hasta el punto de crear una auténtica fragmentación afectiva y desprecio hacia la figura del ingeniero Don Ildefonso Cerdá, quien murió arruinado y dejando tras de sí enemistades viscerales y duraderas, al punto de trasmitirse de padres a hijos, según refiere Arturo Soria y Puig en un documentado texto.
De la descalificación al ditirambo Tuvieron que llegar los años 50 del siglo siguiente (1958) para que la indubitada evidencia del acierto del Ensanche, y toda su Teoría de la Urbanización, la labor urbanística del ingeniero Cerdá, se empezara a considerar como positiva, digna de admiración, elogio y merecedora de estudio. Como suele suceder entre nosotros, los primeros ecos favorables sonaban en el exterior. Fue la historiadora del urbanismo Françoise Choay la primera que se acordó de ensalzar la labor de Cerdá. Probablemente en la cumbre del pensamiento y la acción urbanísticas a nivel universal, en aquel periodo del convulso siglo XIX en el que las ciudades tuvieron que elegir entre anclarse en la autocontemplación de una arcadia inexistente y feliz, o aceptar los riesgos de la modernidad.
Desde entonces los herederos de aquella intelligentsia catalana, todas sus instancias culturales y las cátedras de urbanismo no han dejado de estudiar la figura del insigne precursor, ponerla en valor y reivindicar para ella el lugar que le fuera negado en vida y cien años más. Pasar de la descalificación al ditirambo, apropiarse de las personalidades de éxito cuando han muerto ya es una de las prácticas perniciosas de nuestro quehacer político y cultural cotidianos. Y así nos va.
Proceso decadente el que conlleva a una política descalificadora y de máximos, incapaz siquiera de escuchar el pensamiento del adversario y con las baterías de la descalificación cargadas sin la menor seña de posible pacto. O, por usar palabras queridas a I. Cerdá, en su inmenso pragmatismo inseparable de la acción: transacción y transición.
Todo parecido con la situación actual es, posiblemente, pura coincidencia pero, quizá, si cada uno de los actores del drama pusiera en el frontispicio de sus ideas el respeto al adversario, la necesidad de pactar y de priorizar la construcción de una auténtica “solidaritat catalana”, dentro de la solidaridad peninsular y europea como abogaran Unamuno y Maragall, mejor iría. Para todos. Vayan estas líneas como reconocimiento a la labor mediadora de personalidades como el lehendakari Urkullu, el notario J. J. López Burniol, el obispo Omella y tantas otras más que no conocemos cuando quizá sea llegado el momento de dar cumplimiento a la máxima de Karl Kraus: “Si alguien tiene algo que decir que dé un paso al frente y se calle”.