rESULTA un tanto llamativo que, en un momento en el que se está hablando de que el turismo representa una fuente de ingresos significativa al mismo tiempo se esté convirtiendo en un motivo para el debate que va más allá de las cuestiones económicas. No hay que olvidar que quienes residen en determinados lugares lo consideran un problema. En ese contexto se ha acuñado el contepto de “turismofobia”, o “guirifobia”.
Quizá prende más en lugares en los que determinadas personas visitantes pueden turbar la vida de una comunidad a causa de aglomeraciones, comportamientos poco cívicos, especulación, ausencia de control en actividades turísticas relacionadas con alquileres no legalizados o, también, a causa de determinados planteamientos ideológicos, unos porque trabajan por un turismo sostenible, que no degrade a largo plazo lugares y comunidades, otros porque consideran que hay demasiada especulación y explotación laboral en el sector y no es justo que tales brillos de la economía se realicen sobre la esclavitud pura y dura de personas que comprueban cómo los niveles de vida de quienes se pasean por hoteles o restaurantes representan un oprobio a su dignidad de personas trabajadoras.
La cruel paradoja de una persona que trabaja en un hotel y duerme en la calle, más allá de si representa una excepción o no, es lo suficientemente significativa para poner la carne de gallina a quienes aún no han perdido la sensibilidad social. Y además hay otros casos en los que se utiliza esta coyuntura para realizar campañas de defensa del medio ambiente y la sostenibilidad con métodos muy poco sostenibles en un sistema democrático.
Regulado, por supuesto Hay que reconocer que el turismo desbocado y la especulación tienen los suficientes boletos como para que nos tomemos muy en serio esta cuestión, pero la solución, como en todos los problemas de la sociedad, ni se da en veinticuatro horas, ni me convierte a mí en juez y ejecutor, especialmente si mantengo la importancia del legislativo que, aun formando parte de un sistema imperfecto, sigue teniendo la función de alejarnos de la ley de la selva.
Es posible que determinados operadores realicen ofertas poco éticas, especialmente cuando cunde el desmadre y la perturbación de la convivencia. Todo ello debe ser regulado, por supuesto. Y es interesante que determinados movimientos sociales consideren que el modelo de pueblo o de ciudad, para ser sostenible, debe articular otro tipo de turismo.
Pero cerrarse a las visitas en nombre de una población a la que no se ha consultado es como poner puertas al campo, estropear el propio césped y puede acompañarse de ciertos tics autoritarios si las presiones se realizan con métodos impositivos, disuasorios o cercanos a la coacción.
En Barcelona, por ejemplo, el turismo representa el 14% del PIB, pero hay un 13% de desempleo. No se puede dejar a un lado. Cuando muchas personas tienen verdaderos problemas para llegar a fin de mes y contemplan el viva la vida en sus calles, es lógico que exista, al menos, un distanciamiento. Y si las personas empleadas contemplan cómo su salario no sirve para cubrir las necesidades básicas, tenemos un verdadero problema de explotación. Actualmente, la coyuntura económica permite subir muchos enteros el salario mínimo interprofesional y la ley debe obligar a que los contratos sean dignos, a que las horas extraordinarias y además mal pagadas no sean lo habitual. Los triunfalismos a causa de las excelentes cifras macroeconómicas, si no tienen en cuenta las economías familiares, o la reducción del paro, no hacen más que complicar el problema. La precariedad y la escasez de trabajo no justifican determinadas fobias, pero abonan su caldo de cultivo.
Cualquier país puede sentirse orgulloso cuando hay muchas personas que desean visitarlo, aunque ese deseo sea a veces coyuntural. Hace pocas decenas de años, muchas personas no pensábamos que acudiría tanta gente a visitar Bilbao, especialmente después de la depresión industrial. Hay quienes han luchado para revertir la situación y es de agradecer los logros conseguidos, con todas sus imperfecciones. Lleva mucho trabajo imaginar, construir, arriesgar. Así, podemos entender que los brazos abiertos hacen crecer a un pueblo, pero cuando se desean cambiar las cosas para mejor en todos los aspectos, las regulaciones deben ser lideradas por las instituciones y no esperar a que se deterioren los casos más acuciantes. Hablamos, por supuesto, de una regulación integral, no de medidas puntuales para resolver un problema local, aunque en ocasiones también puede ser necesario.
Sostenible y digna Los barrios, los pueblos, las ciudades, merecen que la idea de sostenibilidad sea aplicada también para que la vida de las personas residentes sea digna y eso solo es posible si el acceso a la vivienda por parte de toda la población es posible, si disminuye el paro y desaparece el trabajo precario y si no se hunde el comercio de barrio.
Los barrios, los pueblos, las ciudades, han de ser imaginativos para acoger sin ser destruidos. Y quienes legislan deben adelantarse a los problemas antes de que los problemas se contaminen y alguien lo utilice para llevar el agua a su molino. Uno reconoce que hay una diferencia entre decirlo y hacerlo, pero también es necesario decirlo.
Ante los “bárbaros”, así llamaban a los extranjeros en el imperio romano, solemos tener motivos para la prevención, pero hay más motivos para aceptar su presencia y para regular con justicia y sostenibilidad nuestras relaciones. Cualquier hecho que alimente la turismofobia, o guirifobia, enmascara actitudes que en otros contextos presumíamos superados y además oculta muchos problemas internos, que tienen mucho que ver con la justicia en las relaciones laborales y la sostenibilidad en relación al diseño de pueblos, ciudades y medio ambiente. Sí, así es, pero, por favor, no seamos “bárbaros”, en el sentido más peyorativo de la palabra.