EN una semana, ETA habrá entregado a la Justicia, mediante una asociación o colectivo civil en Iparralde, las pocas armas que le deben quedar. Pero ha dejado una larga estela de dolor y sufrimiento que la sociedad vasca debe gestionar. Reflexiono, en lo que da de sí un artículo de prensa, sobre la imprescindible búsqueda de la Verdad, las relaciones entre la Memoria y la Historia, la no menos imprescindible Justicia, y la dimensión personal y política del Perdón.

Verdad La búsqueda de la verdad debe ser, en la actualidad, uno de los principales objetivos a perseguir. La verdad, tras tantos años de dolor, con la mayoría de las víctimas (exceptuadas las asesinadas), y allegados o testigos, todavía presentes, exige, de entrada, que se les escuche. Creo que es imperativo en estos tiempos, cuando a ETA ya le falta disolverse definitivamente, que toda persona que tenga algo que decir en orden a la clarificación de estos años de dolor deba poder hacerlo. Sin eliminar a nadie, dando la posibilidad, a todos, de ofrecer su testimonio, sus vivencias.

Y todos quiere decir todos. Con garantías de que se respete su intimidad, aunque para la historia será necesario conocer su identidad, que podrá desvelarse pasado un tiempo, si así lo desea el declarante. En la era digital, se puede mandar un tuit, escribir un comentario en el anonimato y así nos va. Pero no vale para el esclarecimiento de la verdad. Ya sé que algo de esto se está haciendo. Bien hecho. Creo que es fundamental.

Como creo fundamental que se esclarezcan, hasta donde sea posible, los casos que deben quedar sin dilucidar todavía. Obviamente, si las armas que entregue ETA ayudan a ello, mejor. Pero no se espere al esclarecimiento de todos los hechos para avanzar tras el final de ETA. Otros países, Alemania, Francia, Gran Bretaña etc., no esperaron a resolver los casos pendientes para normalizar su vida.

Memoria e historia El pensador Tzvetan Todorov, recientemente fallecido, escribió que “los individuos y los grupos tienen el derecho de saber, y por tanto de conocer y dar a conocer su propia historia; no corresponde al poder central (del Estado) prohibírselo o permitírselo. (?) no corresponde a la ley contar la historia: le basta con castigar la difamación, o la incitación al odio racial” (yo eliminaría el epíteto “racial”, me basta el sustantivo). Las diferentes memorias, personales y colectivas, dan lugar a diferentes relatos. He escrito, en libros, revistas y artículos de prensa sobre las trampas y debilidades de la memoria. He referido, entre otros, a Paul Ricoeur, quien describe tres formas de memoria: memoria impedida (buscando el olvido de lo que no queremos admitir de nuestro pasado), memoria manipulada (al servicio de una identidad, de ahí “el frenesí de conmemoraciones”, dirá Ricoeur), y memoria obligada, “deber de memoria”, por la deuda contraída con los que más han sufrido y, ello, baja la égida de una Justicia que busca la verdad, toda la verdad, donde el rigor de los historiadores y demás científicos sociales no debe olvidar, bien al contrario, la multiplicidad de relatos que provienen de las memorias personales y colectivas de los actores sociales.

Ciertamente, no todos los relatos merecen el mismo juicio ético, el de los asesinos y el de los asesinados, el de los torturadores y el de los torturados, el del victimario y el de la víctima, el del que prioriza el valor de su patria (sea esta la que sea) sobre el de la persona concreta. Pero solamente la escucha de los diferentes relatos permitirá que el juicio ético sea más ecuánime. Y solamente la escucha de todos los relatos, el respeto a todas las memorias, permitirá a la historia, a la historia con mayúsculas, escrita por profesionales, ir construyendo la verdad de lo sucedido. Aun sabiendo que nunca se llegará a una historia o a un relato unánimemente admitido. Basta mirar a la historiografía del franquismo, la de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y, en estos días, la de la Revolución Rusa de 1917, para constatar que no hay un único relato, aunque, en lo esencial, la investigación histórica no ideologizada, llega a acuerdos básicos. Pasará lo mismo con ETA, pero dentro de unas décadas.

Justicia y perdón Una sociedad no puede permitirse que nadie actúe contra los derechos humanos básicos, asesinando, aterrorizando, torturando, extorsionando, etc., etc., etc. Es labor de la Justicia saldar las cuentas de los daños causados y padecidos.

Los teóricos del derecho distinguen diferentes modelos de justicia. La justicia de excepción (para momentos excepcionales, como ahora en Francia, como en España contra ETA sin que todavía haya sido abolida); la justicia transitiva (la que se aplica ahora en Colombia, se aplicó en Irlanda del Norte, etc., a la salida de un enfrentamiento violento entre partes, que algunos quieren aplicar en Euskadi, otros la rechazan por lo que tiene de impunidad); la justicia de vencedores y vencidos, con impunidad para los primeros y vengativa para los vencidos (la del franquismo); la Justicia de la Amnistía, la del olvido, (la de la transición española); la justicia restaurativa, por la que personalmente me inclino, que consistiría en “un proceso en el que todas las partes implicadas en un delito en particular se reúnen para resolver colectivamente la manera de afrontar las consecuencias del delito y sus implicaciones para el futuro” (Tony Marshall).

Nos queda, también, la posibilidad del perdón. El perdón nos introduce en otra dimensión más allá de la justicia (insoslayable, por supuesto) y sienta, o fortalece, las bases de la reconciliación entre víctimas y victimarios. Para un cristiano, además, es imposible asistir a la eucaristía y no sentirse interpelado cuando rezamos “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. No se entiende a un cristiano que no trate de perdonar. Aun cuando sea difícil, en muchos casos.

Pero el perdón no es privativo de los cristianos, como mostré en estas mismas páginas reflexionando sobre la dimensión política del perdón (22/08/15). Escribí que “quien perdona de verdad sale de la situación de duelo y lleva mejor la del sufrimiento. Aunque el daño no se olvide y, en el fondo de uno mismo, tenga que luchar contra el rencor. Rencor que, si se transforma en odio, le impedirá, por siempre jamás, liberarse del duelo y vivirá ahogado en el sufrimiento. ¡Dichoso el que logre perdonar! ¡Dichosa la sociedad que, asumiendo todo su pasado, busque la concordia, mirando al futuro! El perdón es revolucionario”.

Si a la justicia restaurativa añadimos la capacidad de escuchar el dolor del “otro”, padecer con el “otro”, como se vivió, por ejemplo, en la extraordinaria experiencia de Glencree, y se está viviendo ahora, en la discreción, en no pocas experiencias entre nosotros, cabe pensar un futuro para Euskadi donde impere la convivencia activa, más allá de la mera coexistencia pacífica. Gure esku dago!