DURANTE los años 90, en pleno proceso de expansión de la Unión Europea, la opción de que Turquía pudiera ser miembro de pleno derecho de esta parecía servir de puente entre dos mundos históricamente enfrentados, Oriente y Occidente. Esto iba a suponer un cambio profundo en la propia sociedad europea, que vería como cerca de 80 millones de musulmanes se iban a incorporar a sus políticas comunes. Habría sido un bonito paso. La integración de Ankara en la OTAN trajo consigo un buen anclaje. Pero tras la fachada democrática y moderna que presenta Turquía existe una sociedad de profundos contrastes y hondas contradicciones. Todavía no es una sociedad del todo democráticamente madura y la amenaza del integrismo es una pulsión interna muy fuerte que choca contra el Estado laico impuesto por Atatürk, fundador de la actual Turquía.
El papel de los militares ha sido demasiado preponderante. Su misión era vigilar que no se pudiera dar un giro hacia la teocracia, pero eso ha debilitado a las propias instituciones democráticas turcas. Del mismo modo, se conjugan elementos de modernidad con otros profundamente tradicionales -Estambul es su claro reflejo- con territorios avanzados en donde se desarrolla la industria y se producen inversiones y otros que todavía están faltos de infraestructuras y de los elementos básicos para una vida moderna.
A todo eso, hay que sumar el carácter presidencialista del gobierno de Tayyip Recep Erdogan lo que, como se está viendo, deriva en un autoritarismo encubierto, una frágil economía y, finalmente, un grave problema en la garantía de los derechos humanos, especialmente en el trato dado a la minoría kurda y a las mujeres, principalmente.
Aun así, su papel en Oriente es de enorme trascendencia, ya que es un modelo muy importante en Asia frente a las autocracias árabes, y los avances, siquiera tímidos, en derechos sociales, sobre todo en lo relativo a la mujer, y el hecho de que se hubieran sabido contener los partidos islámicos ofrecían una perspectiva factible al proceso de integración.
La involución de Erdogan La UE vivía su momento idílico, era vista como un auténtico oasis de paz, desarrollo y confianza, pero ya estamos viendo cómo la crisis ha debilitado tales virtudes y se ha producido un fuerte debilitamiento con el Brexit y el avance el populismo. La tensión y el recelo entre Ankara y Bruselas se ha ido incubando en la medida en que Erdogan ha ido actuando de una forma más imperativa. La crisis de los refugiados ha dado la puntilla, obligando a la UE a darle a Turquía una serie de compensaciones millonarias para que impida la entrada de población no deseada en el continente. Si bien Erdogan ha aprovechado para desplegar su ejército en la frontera con Irak e intervenir contra los kurdos, a los que considera su mayor amenaza, en caso de que se pueda constituir un Estado en sus fronteras. Las detenciones masivas de kurdos, entre ellos decenas de políticos y parlamentarios, en los últimos días no hacen sino confirmarlo.
Así que la posibilidad de que algún día sea reconocida una nación kurda es poco menos que una abominación para los turcos, como si el humanitarismo no fuera con ellos y la mala experiencia con los armenios no les hubiese servido de lección histórica. Pero cuando los acontecimientos se aceleran, en los momentos más desesperados, es cuando se observa la verdadera categoría del buen gobernante y al servicio de qué intereses se sitúa. En este caso, Erdogan, moderado aperturista en su origen, ante el temor de perder las siguientes elecciones, ha decidido por apostar al conservadurismo más obtuso. Recientemente, pretendía aprobar una arcaica ley que permitía la remisión de sus penas a los violadores que se casaran con sus víctimas. Tal vez fuera una medida oportuna tiempo atrás, cuando la mujer en estas circunstancias era repudiada y solía haber rencillas familiares que derivaban en enfrentamientos con deudas de sangre. Pero no es propia de una sociedad democrática, en la que la víctima tendría que tener garantizado poder rehacer su vida y el agresor no salir impune de un delito semejante. Esa ley humilla a la mujer, vuelve a cosificarla.
La represión y sus efectos Pero la gota que ha colmado el vaso ha sido la brutal represión y depuración que ha precedido al recientemente fallido golpe militar. Se ha culpado a Fethullah Gülen, teólogo multimillonario exiliado en Estados Unidos, quien lo ha negado, y tras el suceso se ha despedido o encarcelado de forma arbitraria a miles de militares, policías, profesores de universidad, docentes, periodistas, médicos, jueces y fiscales. Se ha actuado contra, todos aquellos que, de algún modo, encarnan un peligro para el populismo de Erdogan, la clase media de Turquía. Un exceso cuyo efecto seguro que se dejará sentir, y mucho, en el país, porque estamos refiriéndonos a más de 100.000 profesionales. Será, sin duda alguna, demoledor porque no solo estos hombres y mujeres se verán afectados y orillados socialmente, con las dificultades que esto supone para subsistir, sino que estamos hablando de un vacío de personas responsables cuyo papel crucial, aunque sean pequeños engranajes de una maquinaría más compleja, es siempre vital para el buen funcionamiento de los organismos del Estado.
Ha sido la puntilla que ha enfriado las relaciones entre la UE y Turquía, que ha acabado por la petición del Parlamento Europeo de congelar la negociación de adhesión de los turcos. Y así, Erdogan, en una muestra de responsabilidad, ponderación y coherencia, ha amenazado, en respuesta a Bruselas, con abrir las fronteras y permitir el paso a los millones de refugiados que está cobijando en su territorio? Ahí es nada. También ha tenido palabras desabridas contra el rechazo que ha provocado que se vuelva a reimplantar la pena de muerte. Así que bravuconadas aparte, es triste ver cómo Turquía ha retrocedido tan abiertamente en la defensa de las libertades y se ha ido alejando tanto de Europa. A veces, los gobernantes elegidos no están a la altura de la misión que se les requiere y, en este caso, es evidente. Turquía podría ser un gran país dentro de la Unión Europea, un puente entre dos orillas, pero no así, no sin respetar el valor de la democracia ni garantizar los derechos de las personas.