MITO y verdad tienen escasa relación. Sobre un fondo de verdad, un mito es esencialmente una fabulación. Eso es la Navidad, un relato en el que todos participamos como si fuera verdad. Y junto al mito, una certeza irrefutable: amamos la Navidad casi tanto como la detestamos. Deseamos que llegue con la misma ilusión que queremos que acabe. Tal es así, que a su término nos despojamos de los restos de espumillón, bombillas, adornos y excesos pantagruélicos como si nos quitáramos un peso de encima (aunque con varios kilos de más). Por tanto, la Navidad es un juego de simulacros en el que todos necesitamos creer. Incluso el llamado “espíritu navideño” (comidas familiares, velas, iluminación callejera, disfraces, turrón, regalos...) poco tiene que ver con la efeméride que se supone conmemora: el nacimiento de Jesucristo. Más aún, si en vez de utilizar la palabra Navidad dijéramos Christmas, sentiríamos que su resonancia sugiere una suerte de jolgorio consumista.

Más que una curiosidad sociológica, el fenómeno de la Navidad se ha convertido en un enigma metafísico. Siendo la festividad religiosa que más ahonda en las raíces de la tradición, lo único que sobrevive de su carácter primigenio es el nombre, todo lo demás es vanidad, mercado, exceso. De hecho, explorando en su extensa hagiografía, comprobamos que los Evangelios no aportan información alguna de cuándo, dónde y cómo nació Jesús. Por tanto, todos los datos que la Iglesia católica considera históricos no son sino invenciones tardías e interesadas.

Durante el siglo III se intentó datar el natalicio de Jesús el 6 y 10 de enero, el 25 de marzo, el 15 y 20 de abril o el 20 y 25 de mayo, entre otras fechas. No fue hasta el siglo IV que el Papa Liberio fijó el alumbramiento en la noche del 24 al 25 de diciembre, fecha que los romanos celebraban el nacimiento del sol invencible, esto es, la Saturnalia romana. Lo más probable es que el nacimiento de Jesús se produjera en Nazaret o en Cafarnaún, pero no en Belén. El relato clásico procede del evangelio apócrifo de Pseudo-Mateo, curiosamente declarado falso por la propia Iglesia católica.

De los Reyes Magos, otro de los puntales del imaginario navideño, solo hay constancia en el Evangelio de San Mateo, sin embargo es tan poco lo que dice de ellos que la tradición tuvo que inventarlo casi todo. No sería hasta el primer cuarto del siglo III, en Orígenes, cuando se dice que los Reyes Magos eran tres, acuerdo al que se llegó a partir del siguiente siglo. Cabe añadir que el rey Baltasar -tan polémico en algunas cabalgatas de porte tradicional-, fue blanco hasta el siglo XVI, época en la que se adoptó la raza negra por necesidades estratégicas de la Iglesia. En Occidente, la tradición de adorar a los Reyes Magos comenzó en el siglo V y estos no empezaron a repartir juguetes a los niños hasta finales del siglo XIX. La idea de la carta a los Reyes probablemente parte de unos grandes almacenes o de alguna firma comercial.

En abierta disputa con los Magos de Oriente, nos encontramos con Papá Noel o Santa Claus, figura reciente que se construyó sobre la de San Nicolás, obispo turco del siglo IV cuyo culto se veneraba en la Europa medieval. Washington Irving, en su entrañable sátira Historia de Nueva York, escrita en 1809, deformó al santo patrón holandés (Sinter Klaas), hasta transformarlo en el precedente de Santa Claus. De Norteamérica pasó a Inglaterra a mediados del siglo XIX y de allí a Francia, donde se fundió con el Bonhomme Noël, origen de nuestro Papá Noél. El resto del cuento se lo debemos a Coca-Cola y a sus persuasivas campañas publicitarias que, desde 1931, reparten felicidad embotellada de manos de un gordinflón ataviado de rojo.

El belén actual tiene su origen en San Francisco de Asís, que en la Navidad de 1223 celebró la misa dentro de una cueva de Greccio, en la que había un pesebre con una imagen en piedra del Niño Jesús y un buey y un asno vivos. Esta escenificación llegó por primera vez a España en forma de figuritas en el siglo XVIII, cuando Carlos III la importó desde Nápoles.

Y el entrañable abeto de Navidad se debe al culto ancestral a los espíritus de la naturaleza, de tradición nórdica. Simboliza la fecundidad y la inmortalidad, hasta que fue cristianizado en la Germania de mediados del siglo VIII. A comienzos del XIX, esta costumbre llegó a Austria, Gran Bretaña y Francia. Y a partir del primer cuarto del siglo XX, a España.

Tras este somero recorrido, nuestra intención queda lejos de decepcionar a nadie. La Navidad no es la causante de la tristeza, tampoco es el mejor camino para alcanzar la felicidad. Como podemos ver, a excepción del rito religioso que practican los creyentes con total entrega, ajeno a modas y oropel, la Navidad es lo más parecido a un cajón de sastre, un puñado de retales de diferentes épocas y culturas que han llegado hasta nosotros -sobre todo con la irrupción de la globalización- en forma de disparatado carnaval consumista.

Con todo, son fechas en las que muchas personas experimentan sensaciones divergentes que atañen a la esfera de los afectos y las emociones. Ante eso, señalar que la felicidad es un estado de ánimo que depende de la actitud interior de la gente en conjunción con su entorno, no de normas y etiquetas sociales. La pérdida de seres queridos, las separaciones, estar lejos de la familia, sufrir problemas económicos... son algunos de los motivos que pueden hacer que en estos días de compartir, dar y recibir, se exacerben las emociones negativas más que cualquier otra época del año. Los sentimientos son subjetivos y a veces circunstanciales y cada cual debe procurar vivirlos de acuerdo a sus valores y creencias.

Un buen comienzo contra el sentimiento negativo de la Navidad es no darle más importancia de la que tiene. No se necesita de estas fiestas para reunirse con familiares y amigos, tener un detalle con una persona estimada o solucionar un conflicto pendiente. Todo eso se puede y se debe cultivar durante todo el año, no solo en diciembre.

Sin embargo, es verdad que, como una gran ficción a la que todos contribuimos, la Navidad se asemeja a aquello dicho por Bruno Bettelheim en su clásico libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas: “No hay nada que satisfaga tanto a los niños, y también a los adultos, como los cuentos populares de hadas”. A veces necesitamos eso, sentirnos niños grandes, aferrarnos a la magia de la Navidad como una fantasía que nos permita escapar, aunque sea por unos días, del peso de la realidad. ¡Bienvenida sea!