TENÍA 62 años Cicerón cuando escribió el tratado Cato maior de senectute (Catón el viejo, sobre la vejez) y yo 18 cuando, al comenzar mi cuatrienio de las Humanidades clásicas grecolatinas, el profesor me lo plantó sobre mi mesa: “Una semana. Quiero traducción, análisis del tratado y comentario personal sobre el mismo”, dijo, y se marchó tan ancho.
He superado en años a Cicerón y, a mi manera, me dispuse a redactar cómo veo o qué pienso de la vejez. Como lo pensé, lo escribí. Y así llevaba varios días sobre la mesa de mi despacho, hasta que retiré el folio a un lado. Todo en vano. No encontraba o no lograba construir un cuerpo orgánico de ideas que fueran el esqueleto del artículo.
Hasta hoy. Llegaba la hora de salir para impartir mi clase a las 11.00 horas. Repartí los datos y textos sobre el tema en cuestión, expuse mi interpretación sobre los mismos, respondí a las preguntas y dificultades? Todo como en las demás clases, más o menos. No creo que notaran diferencia alguna. Antes de la hora, habíamos charlado en el aula y reído con los primeros en llegar, sobre el tiempo, las noticias del día, algún suceso que no fuera de fútbol? Pero cinco minutos antes de la hora final?
La decisión Era la primera clase después de las navidades. Durante ellas, había trabajado bastante y pasado de pie más de quince días de gripe benigna. Pero yo sabía que era algo más serio e irreparable (tengo que pedir perdón por hablar de mí mismo; aunque Cicerón sostenga que “es algo que se concede a la edad senil”, yo sigo teniéndolo como una falta de educación).
Dos días antes, después de haber seguido casi escrupulosamente las reglas de un recto discernimiento ignaciano, había tomado mi decisión. Es verdad que, aun así, nunca estoy seguro de haber decidido lo correcto. Pero hay que tomar decisiones. Y se lo dije: “Esta clase ha sido la última”. Silencio. “¿Cómo? ¿Qué dice?...” Me quité los audífonos y el alboroto aumentaba como una tormenta. Olas de cinco, seis? diez metros?
- Sencillamente, la cuerda se me está acabando, expliqué con voz quebrada, ininteligible.
Dos chicarrones me tomaron en vilo, me sacaron a la calle y no me dejaron, como dos guardaespaldas, hasta depositarme amablemente en mi despacho de la universidad. Me sentí absolutamente solo.
La inesperada conmoción me dejó hecho un trapo. No sabía si llorar o reír. Había sabido siempre que mis clases despertaban cierto interés. Ni la lluvia, granizo y viento juntos mermaban la asistencia. Y es gente mayor sin interés por título o diploma alguno. Me esforzaba por hacerlo lo mejor posible, pero lo de esta mañana ha sido inimaginable.
En el silencio oscuro de mi soledad, sonó la voz modulada de Cicerón: “Quid enim est iucundius senectute stipata studiis iuventutis?” Porque ¿qué hay más agradable que una vejez rodeada por la juventud estudiosa? Fue la puntilla. Si lo sabré yo, respondí, que llevo más de sesenta años experimentándolo. Y ¡hoy más que nunca! Precisamente ¡cuando les abandono por viejo! ¡Maldita vejez!
He dicho que ellos son “mayores”, pero no. Mi aforismo vale siempre. “Mientras eres estudiante, eres joven”. ¿Acaso soy yo viejo? ¿Es por viejo por lo que me rindo? Es verdad que cada clase pone en tensión, una tensión mezcla de entusiasmo y miedo, todas mis facultades espirituales y aun físicas, que no ha desaparecido en sesenta años; al contrario, ha ido creciendo en lo espiritual cuando mis fuerzas físicas son casi nulas. Tensión mayor en parte quizá que la de un profesor de historia o matemáticas por mis materias relacionadas siempre con la conciencia y responsabilidad, con los fundamentos existenciales de la vida propia y de los alumnos, compañeros y amigos en este caminar juntos. Y tensión quizá también porque uno es lo que es y la naturaleza no perdona nunca.
Cuando me serené, pensé que ya en octubre había eliminado uno de los tres cursos nuevos y distintos que venía impartiendo desde que me jubilaron académicamente, y, ahora, a pesar de todo mi dolor, creía deber sacrificar otro. Ya había empezado a experimentar el alivio al suprimir lo excesivo. Pero mi decisión abarcaba también el curso restante. Y al punto me salió: “Más, no. Ni hablar. ¡Quiero vivir, vivir!”. Y rompí en latín ciceroniano: “Quid enim est iucundius?” ¿Qué mejor manera de morir que ésta: que seguir ayudando -ayudar ha sido el lema de mi trabajo- a los demás a vivir quitándoles estorbos, abriéndoles horizontes y libertad, aportándoles elementos para dar mayor sentido y bienestar a sus vidas. Sacaré fuerzas de flaqueza y, “cojeando, cojeando” como Ignacio, que “llega siempre hasta el final”.
Los compañeros de bachiller Desde julio de 1936, había perdido de vista a mis compañeros de Bachiller. Estuve muchos años fuera de Bilbao. A comienzos de 2001, me telefoneó uno de ellos: “Ramón, hace quince años celebramos los cincuenta de Bachiller. Tuvimos la comida de rigor. Disfrutamos mucho. Estuvimos casi todos, 27. Bascones murió en el frente, en la batalla del Ebro. Tú estabas fuera, y dos o tres más. Este año son los sesenta y cinco, y pensamos repetir. Yo me encargo de avisar; tengo las direcciones y teléfonos de todos. ¿De acuerdo?”. De acuerdo.
Dos días antes de la fecha, me vuelve a telefonear: “Ramón, quedamos solo cuatro. Trueba reside en Algorta. Me dice que está muy fastidiado; no sale de casa, apenas puede dar dos pasos. Y el otro (porque no me viene el nombre), se fue a Villaro o Artea. Me ha empezado a contar sus males y no para.
Comimos los dos solos en el antiguo Metro de la Gran Vía, junto a la Plaza Elíptica, debajo de Axpe. Pasamos lista, como en clase. Había seguido la vida de casi todos. Me resultó muy interesante y a la vez penoso, porque no había vuelto a ver a nadie. “¿Tan viejos somos? Yo cumplo 81 en julio. Y yo en noviembre. Pues no son tantos ¿verdad? ¿Y solo cuatro?”. “Para jóvenes, los de antes; para viejos, los de ahora”; sentencié. Pedimos una copa, y brindamos: Le Hay (hebreo), ¡Por la vida!
Reconozco que mucho antes me había sentido viejo. Al cumplir 45. No fue un golpe de depresión. Llevaba ya unos cuantos años de profesor. Los profesores siempre son viejos por definición. Pero había algo más. Siempre me comparaba con nuestro padre, a quien siempre conocí mayor o viejo, aunque nunca lo dije. Era yo el número seis de sus hijos, de nueve en total. Me aventajaba por algo más de treinta. Sin embargo, al contar yo 45, me pareció que aquella tremenda distancia antigua se había encogido más tremendamente todavía. Y es que, cuanto mayor eres, más cortos son los días, los meses y sobre todo los años. Pasan volando.
Los amigos “de siempre” Así, al doblar los 45, me pareció haber añadido un par de ellos más. Era joven. Sin embargo, tenía tres amigos “de siempre”. “Siempre” era antes del 36. No eran de la clase ni del colegio y entre sí no se conocían sino de oírme a mí hablar. Venía visitándoles ya varios años, por turno: miércoles, jueves y viernes, de 5.30 a 7.30 de la tarde. Los tres eran un poco más jóvenes que yo. El sábado y domingo lo reservaba a nuestro hermano Antón, dos años mayor.
En marzo de 2011 murió el primero. Por mayo quizá, hacia el mediodía, el teléfono: “Ramón, soy Charo, ¿piensas venir esta tarde? Claro. No vengas. Pedro Mari ha muerto esta?” Se echó a llorar y colgó. Claro que fui: ¡por ella!
A los dos les visitaba en su casa de siempre. Estaban bien, aunque no conseguí sacarles de casa. Charlábamos de “los viejos tiempos”, hacíamos risas y apenas maldecíamos de los tiempos y costumbres actuales.
El tercero murió en octubre. Le habían pasado de su casa a una “residencia de ancianos” donde resistió año y medio quizá. “Hemos decidido que aquí estoy mejor”, decía. Íbamos a verle dos amigos. Yo no aguantaba ir solo. Era una residencia grande, quizá más de cien.
Nada más entrar al gran espacio a nivel de la calle y observar a tanta persona mayor sentada, simplemente mirando, una mirada vaga, indiferente, cansada de esperar, se me bajaba el alma a los pies. Cuando él nos veía, levantaba las cejas, insinuaba un gesto con la mano. Erguía la cabeza y apretábamos el paso sonrientes, rompiendo la monotonía de insípidas horas vacías. Mientras pudimos salir a la terraza de un cercano bar, entre el ir y venir apresurado de la gente, la conversación fluía y recobrábamos la sensación de vivir y comunicar vidas. Cuando aquello se hizo imposible, el cielo se hizo de plomo y dejó de pasar la luz, la brisa, la sonrisa en los ojos de la esperanza.
Al despedirnos, solía venir alguna residente: “Oigan, ustedes, el señor a quien visitan no come nada; le va a dar un mal”. “Nunca ha sido de mucho comer, solo lo justo para vivir y ahora?” Nuestros padres murieron en casa, rodeados de hijos y nietos.
Altersheim, la residencia Sin embargo, yo tenía una larga experiencia de esa vida o de ese mundo. Durante mis años de estudios en Roma, y después, las vacaciones de verano y las de Navidad las pasaba, 1954-62, en Alemania, en un pueblo cerca de Münster, en Westfalia. Eran los años de la reconstrucción. Era un lugar campestre, retirado y ameno, a veces idílico. Casitas nuevas o haciéndose, tipo chalé familiar, una iglesita y un antiguo “campo de trabajo”, convertido en residencia de ancianos, Altersheim; mejor, residencia de refugiados de la Silesia y del SudetenLand. Los supervivientes de la huída delante de los tanques rusos, perdiéndolo todo: tierra, casa, familia. Todo pasaría a ser Polonia. Cada uno era solo en el mundo. Había dos matrimonios.
Desde que llegaba me hacía cargo de la iglesia, de la atención espiritual de los semiparroquianos, niños incluidos, y de la de los ancianos refugiados. La mejor atención a estos era escuchar sus interminables historias de desgracias, una y otra vez, ampliadas y cada vez más angustiosas. Miles y miles de horas escuchando, atento a no hacer distinciones, no dar más tiempo a uno que a otro, porque la competencia envidiosa podía arruinarlo todo. De eso vivían y por eso me querían. Tenía yo de 35 a 42 años. ¿Era más duro que a los 90?
También el capellán del Hospital de Telgte, nombre del pueblo, se tomaba un descanso de quince días o más cuando yo llegaba al pueblo y cargaba con la suplencia. Eso me costaba mucho más. Cuando algún enfermo tenía muchos dolores o su situación me parecía degradante e inhumana, me enfadaba con Dios: “Si yo hubiera sido tú, lo habría hecho mucho mejor. ¿A qué viene el sufrir para luego morir?”. “Padre, no diga eso, que parece casi blasfemia. Me dijo una monjita”. “No tenga pena, Hermana. Él ya me entiende”. Pero es verdad que desde entonces no puedo ver sufrir a los enfermos y moribundos.
“-Basta. No sigas; no tienes ni zorra idea de lo que es la vejez. A tu edad tienes menos derecho a hablar de ella que yo a los 62.
-Me sorprende, Marco Tulio, que uses una expresión tan plebeya que no te va ni a ti ni a mí.
-En eso llevas razón, pero en la idea la llevo yo. No escribas de lo que no has experimentado.
-He experimentado y vivido la vejez de muchos cientos de personas.
-No es lo mismo, y, en todo caso, has escrito ya demasiado.”
Miro el reloj: las dos. ¿De la tarde o de la mañana? ¿De hoy o de ayer?
La pluma sobre el papel ha manchado un gran punto final.