Síguenos en redes sociales:

Pasa tú, que a mí me da la risa

CUENTA la fábula que un esforzado labriego trabajaba de sol a sol para que su huerto diera frutos vigorosos y sanos. Su dedicación había sido exitosa y en su saneada finca lucían las mejores peras de la comarca. Pero la envidia y el afán por lo ajeno de determinados pícaros malandrines, ociosos del lugar, amenazaron la recolecta del vergel.

Cada día, el labriego observaba con preocupación cómo del peral majestuoso que presidía la finca faltaban varias piezas de aquella fruta que maduraba al sol. ¿Serían los pájaros los causantes de aquellas misteriosas desapariciones? No, las aves dejarían tras de sí restos del atracón y al pie del árbol no había muestra de desperdicio alguno.

Convencido de que su pérdida obedecía a otro tipo de rapiña, se aprestó para escarmentar a los rateros. Llegada la ocasión, el agricultor decidió parapetarse tras el muro de su huerto a la espera de que los ladrones de fruta aparecieran por allí. Caída la noche, el hombre aguardaba el momento con una estaca entre sus manos dispuesto a hacer pagar su osadía al primero que sobrepasase la tapia. En esto, llegaron los robaperas. Al otro lado del muro, dos ufanos mocetones hacían cuentas del acopio que esa noche conseguirían. Desconocedores de la sorpresa que les acechaba, hacían chanzas del labriego y del sudor que había gastado para que ellos se beneficiaran de sus frutos. Y entre broma y broma, el más ágil, comenzó a escalar el seto empedrado.

Nada más sobrepasarlo, en cuanto asomó la cabeza, recibió la bienvenida del paisano. Un estacazo a dos manos que le saltó los dientes. Del golpe, el ratero cayó del otro lado e instintivamente se llevó las manos a la boca. Al verlo, su compañero robaperas le preguntó extrañado: “¿Quiyo, qué te pasa?”. “Nada, nada, -dijo el otro sin retirar la mano de la desdentada boca- pasa tú, que a mí me da la risa”.

Llevamos una temporadita larga soportando la continuada pretensión de algunos por desvirtuar la imagen pública del nacionalismo vasco gobernante. Imputaciones insidiosas, veladas acusaciones, críticas y desmedidas declaraciones cuyo objetivo fundamental es minar la imagen y la percepción pública de un partido político que, pese a ostentar la responsabilidad de gobierno en larga trayectoria, no parece golpeado, a tenor de su apoyo electoral, por el desgaste de una crisis que ha barrido las opciones mayoritarias de la Europa occidental.

La verdad es que tener amplias espaldas ayuda a relativizar las ofensas y pese a que, en más de una ocasión, el cuerpo pida reaccionar de forma drástica, es mucho más efectivo actuar cerebralmente que por impulsos. Resulta difícil sucumbir a la tentación de desdentar al robaperas de turno, sobre todo cuando la desagradable sensación de que te toquen la genitalidad con las manos frías se produce de manera recurrente y continuada. Pero, visto con perspectiva, incidir en la pelea o responder a la provocación, aunque sea proporcionalmente, solo reportará beneficios a quienes pretenden pescar en ríos revueltos. Y, para eso, no estamos. Que el protagonismo se lo dé el juez Ruz.

Las acusaciones escuchadas y leídas de financiación irregular han sido graves. Como graves han sido las palabras que han hablado de fraude en la percepción de ayudas públicas. Y altisonantes igualmente las apreciaciones de ruptura de la foralidad que algunos dirigentes han pronunciado para integrarse en la melé de la actualidad política. El silencio es la mejor respuesta. Quien tenga pruebas de lo que dice que vaya al juzgado de guardia. Es lo que debía haber hecho el alcalde Maroto en relación a ese supuesto fraude en el cobro de ayudas sociales. Quien dice conocer que se comete un delito y, teniendo responsabilidad pública, no lo denuncia donde debe, comete presuntamente prevaricación.

En su mano está confirmar su tesis. Es tan fácil como que destine una dotación de policías municipales a confirmar los empadronamientos reales o falsos de quienes dice vulneran la legalidad. Que inspeccione, compruebe y ponga, si los hay, los datos obtenidos a disposición del Gobierno vasco. Seguro que el consejero Aburto estaría encantado de recibir la colaboración del ayuntamiento gasteiztarra en esta materia. Sin dudar, sería capaz de, si fuera menester, presentarse en la casa consistorial para recibir en mano las presuntas evidencias del fraude y disipar la polémica con eficacia. Evitando la manipulación. Porque en Euskadi hay más de 65.000 familias que necesitan de este aporte económico para vivir en dignidad. Y la dignidad humana no se merece un mercadeo de tintes electorales. Ni la propagación de rumores no contrastados para influir tendenciosamente en la opinión pública. Eso es lo peor de la política. El ventajismo irresponsable. No. No todo cabe en la gestión democrática. Y como tal debemos evitarlo, dejando en soledad a quien pretenda enredarnos.

La misma respuesta cabe adjudicarse a quienes, en una disputa pública más, pretenden dinamitar el proceso de elaboración, diálogo y consenso de un proyecto de ley municipal para Euskadi. Para el PNV, la ley municipal debe estar al margen de la polémica electoral partidaria, del interés de unos u otros por distanciarse ante la ciudadanía. Creemos seriamente que el acuerdo entre partidos e instituciones es posible treinta años después. Posible y necesario. Y ante esta oportunidad inédita sería una auténtica barbaridad poner en riesgo el resultado final de acuerdo por el interés particular de quienes pretenden amplificar las diferencias, trasladando al escaparate público lo que deberíamos resolver privadamente o en sede parlamentaria.

Queremos que Euskadi tenga su primera ley municipal. Con el respaldo más amplio que pueda obtenerse. Pero este no se alcanzará con actuaciones de campanario, con altavoces o disputas que solo pretenden el vedettismo de quienes anhelan reperfilar su imagen para salir mejor en la foto. Quienes intentan encontrar espacio a codazos, sin importarles nada que lo que se impone es solucionar problemas, no crearlos. Eso tampoco evoca responsabilidad pública sino todo lo contrario. Y el PNV tampoco está por la labor de participar en esa farsa.

El hartazgo de buena parte de la ciudadanía para con la política y los políticos encuentra fundamento de algún modo en el divorcio existente entre lo que los representados esperan que hagan sus representantes y lo que efectivamente se dedican estos a hacer.

Muchas veces -demasiadas- los políticos ( y me incluyo en ese colectivo), tomamos decisiones pensando en los periodistas o en los medios de comunicación. Y los medios de comunicación, en un juego endogámico, promueven o propician una actualidad de disputa o competición. Competición por encontrar diferencias dialécticas y discursivas entre unos y otros. Como si fuera un juego de rol en el que el verbo o el calificativo tienen más importancia que los problemas materiales que a todos nos afectan. Un artificio al que todos nos hemos acostumbrado como un mundo de Matrix al que conferimos virtualidad total. Son las “cosas de la política” las que han desplazado a la “política de las cosas”. Y ese síntoma revela una grave disfunción del sentido original de la acción política.

Acción política es contraste de ideas, compromiso, voluntad por encontrar soluciones a las inquietudes de la ciudadanía. Valores de verdad, honestidad, tolerancia y servicio público. No exhibiciones de pedigrí o pelea de gallos.

Acuciado por su propia situación, Hasier Arraiz declaraba el pasado jueves que “ha llevado el momento de alejar el debate político de los juzgados”. Tenía razón. En su caso y en todos. Porque judicializar la actividad política es condenarla al descrédito.

De igual modo, diré que hay que alejar la actividad política de la mentira, de la acusación sin pruebas, del fariseísmo, de decir una cosa en privado y otra en público, de actuar para estorbar o para entorpecer. Hay que dejar de actuar como saltatapias robaperas. Dejemos el barullo a un lado y recobremos la sensatez de la gente corriente, abordando los problemas para solucionarlos, no para agudizarlos todavía más.

Si no es así, corremos el riesgo de que en día cercano, el electorado deje de confiar en sus representantes. Y , con los dientes en la mano, alguno diga: “pasa tú, que a mí me da la risa”.