UNO se va dando cuenta de que, conforme pasan los años, vamos perdiendo la exigencia de ser protagonistas en vez de comparsas en el escenario de la vida. Eso no quiere decir que tengamos que abandonar la ilusión, ni mucho menos. Igual es que pasamos de ser gigantes impetuosos con sed de ambiciones a ser enanos somnolientos hartos del tedio y la indiferencia que cubren el día a día de un sistema político-social corrupto e injusto en su rutina.

Ese "dejo todo atado y bien atado" del franquismo no significa más que la perpetuación, no del régimen franquista -es imposible-, pero sí la continuidad sin transformación ninguna de los privilegios perpetuos de los poderes de siempre, de las fortunas de siempre y de las violencias de siempre. El franquismo no fue más que continuidad de las perennes prebendas económicas y políticas de los dominadores hasta entonces, de la misma manera que la democracia del Estado de Derecho, de la que dicen disfrutamos, está estructurada bajo el amparo de unas leyes decretadas con esa misma finalidad.

Es cierto que todo gobierno en construcción, sea cual sea el régimen propuesto, tiene como objeto de discurso la felicidad general, pero esta tan solo se establece para el interés de los que gobiernan en vez del interés de los gobernados. Digo que no es la perpetuación de un régimen político lo que se produjo con el franquismo, sino la continuidad de aquel lema, acuñado por los absolutistas españoles en 1814, a la vuelta del borbón felón, Fernando VII; de vivan las cadenas, porque a día de hoy su capacidad de decisión no ha supuesto otra cosa que la actualidad a la que pertenecemos ya que desde entonces asistimos al fenómeno vergonzoso de la simulación, de la tergiversación de la democracia y la libertad. El escenario del juego político al que nos someten no es más que la plataforma que aúpa y perpetúa en el pedestal del gobierno a los poderes inmortales. El error no es otro que alimentarlo cada cuatro años al amparo del paraguas electoral.

Esta desatención social que nos alienta a no escuchar ni a ver a los demás es el éxito de la sempiterna política oficial puesto que, aunque su discurso sea bienintencionado, su resultado es empalagoso ya que abandona la erradicación de la pobreza y de la injusticia, desatendiendo por completo los hechos que devuelvan la dignidad a los que viven en la mayor de las indignidades. Esta estructura política, aquí más acentuada si se quiere, pero general en el ámbito del mundo occidental, es la que aleja a muchos hacia un camino que nos dirige, todavía con muchos recovecos de desconfianza, hacia nosotros mismos. Quizás la visión reflexiva e introspectiva, alejada de cualquier dogmatismo previo, pero fortalecida por los sentimientos primigenios -tan debilitados en la actualidad-, es la mejor lección que la vida nos puede proporcionar. Cada cual debe llegar a sus propias conclusiones, pero sin condiciones y con sinceridad. Difícil tarea que suele durar lo que una vida humana. Es igual su longevidad, todas las muertes enseñan. Hasta la propia lo hará. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que una de las capacidades que posee el ser humano, destacando sobre todas las demás, es su fortaleza para superar las circunstancias que le han sido impuestas en el transcurso de la vida. Ahí es donde reside nuestra ilusión y esperanza. Ahí es donde se encuentra su desilusión y miedo. No queremos olvidar, queremos saber.

El recorrido individual es corto, si se mira desde el final. Por eso es preciso estar atento desde el principio, nada más que para saber que el camino de la sociedad es largo, muy largo. Quien consigue adivinar esto tempranamente lleva adelantado mucho con respecto al final. Pero también es cierto que es mirado con recelo desde que uno es consciente del final, puesto que su comportamiento se transforma. Estas características parece que no son correctas educativamente, aunque sí son naturales: somos muerte y damos muerte. No quieren enseñárnoslo, como si los poderes que nos gobiernan se avergonzaran de ello. Lo primero -somos muerte- se lo han apoderado las religiones y sus promesas del más allá; lo segundo -damos muerte- se lo apropian los vencedores en conexión con las creencias, intentando ocultarlo. Siempre el ocultismo. Siempre la fe. Siempre la violencia del más fuerte. ¿Dónde quedan las pasiones de los sentimientos? ¿Por qué tenemos que someternos siempre a las creencias o a la violencia? ¿No somos, acaso, todos iguales? ¿No es esa la demanda de las religiones o el fin último de las revoluciones? Según el orden de las cosas actuales, parece que no.

Para entender cómo somos ahora tenemos que entender cómo fuimos. Vivimos en un momento social en el que el comportamiento cicatero, zafio y haragán nos domina. Lo cual da lugar a que el odio, entendido como instinto primario, nos domine. Pasión que solo se puede moderar mediante la educación, conjuntamente con los progresos de la civilización. Enseñanza que, por otra parte, tan solo sirve para encubrirse en el carnaval de la vida mezclándose con los sentimientos positivos. Esta intolerancia visceral que consume a la sociedad solo es equiparable a la envidia: la otra pasión negra y esencial; la envidia impregna completamente la vida de las relaciones humanas, asumiendo un carácter gratuito, asolando todo lo que toca y está a su alcance.

Odio y envida, la eterna leyenda negra de este país, sigue manteniendo en los pedestales del Requiescat in pace a los verdugos de la libertad y de lo diferente. Franco, Mola, Conde de Rodezno -por citar tan solo a unos pocos- descansan bajo el amparo de las cúpulas de la religión, en este caso católica, mientras que miles de cuerpos anónimos descansan, asesinados, bajo el anonimato de la naturaleza. A estos se les menciona con aquel lema latino Sit tibi terra levis. Los primeros responden por sus servicios a las fuerzas imperecederas de la violencia que mencionamos anteriormente. Nunca pierden y siempre están bajo el amparo de las instituciones. Los segundos, a pesar de su elevado número a través del tiempo, no reciben más que el desprecio del olvido institucional y religioso, junto con la lejanía de la legalidad. A pesar de ello, continúan vivos en la memoria popular, pertenecen a las cloacas de su sistema usurpado y corrupto, por lo tanto nunca se pueden desprender de ellos.

Los que predican el olvido no saben a cuántos han matado; eso sí, siempre son menos, como bien sabemos en Navarra gracias a sus políticos santurrones y refraneros. En cambio las familias que sufrieron los asesinatos, sí saben a cuantas víctimas lloran. Que no nos den gato por liebre. Sabemos que los que nos gobiernan hoy son los de siempre. Por eso, su descanso en paz nunca se convertirá en levedad bajo tierra. Por muy demócrata que sea el sistema, está corrupto y contaminado. No participemos en este teatrillo de mal gusto. Ellos siempre nos abandonarán para descansar bajo palio, y la tierra, a los demás, siempre nos será leve. ¿Cambiará alguna vez este juego?