El partido en sí mismo con el añadido de la agria resaca compartida por equipo y afición, dan forma al insólito episodio vivido el jueves. Todavía cuesta, no ya asimilar, sino creer que lo presenciado haya sido realidad. En la profunda decepción experimentada influye sobre todo que la actuación del Athletic cortó de cuajo con la trayectoria descrita durante la temporada. Un brusco punto y aparte, una ruptura radical, absolutamente impredecible con tantas y tantas jornadas presididas por el orgullo y la felicidad. Y, encima, en la fecha que había concitado la máxima expectación del entorno y, por supuesto, de unos profesionales persuadidos de que prolongarían su renovado idilio con Europa.
Es normal que el grueso de los análisis lo acaparase una jugada concreta, de consecuencias nefastas para los intereses del Athletic. En la derrota suele ser inevitable dirigir la mirada hacia quienes deben impartir justicia. Siempre ha sido así, solo que en los últimos tiempos esa reacción, a menudo visceral, se dispara por las suspicacias. El menguado crédito del arbitraje obedece a su propensión al desvarío, que desmiente la teórica infalibilidad de los adelantos técnicos que emplea. El derribo de Vivian al delantero no fue una invención del VAR, otra cosa es que el árbitro principal sancione una falta que se presta al debate con penalti y expulsión. Se puede discrepar, aunque la inmensa mayoría suscribiría la decisión de haberse registrado en el área opuesta.
Para entonces, el marcador señalaba un 0-1, que a su vez estuvo precedido por una fase donde el Athletic contó con tres opciones nítidas para adquirir ventaja. La inspiración de Berenguer, implicado en todas, sirvió para camuflar la mala puesta en escena de los hombres de Valverde. Incómodos, superados por la responsabilidad, sin capacidad para gobernar el juego, perdiendo balones como por un tubo en cualquier zona del terreno. Pero mientras la pelota anduvo rondando a Onana se interpretó que aquello iba bien: al Manchester United se le veían las costuras y el Athletic es garantía de perseverancia.
Sin embargo, la distribución era deficiente, la mayoría de intentos por ganar metros derivaba en un esfuerzo extra por replegarse a toda mecha. Y en ese ir y venir se fue diluyendo la impresión de que el equipo tenía la sartén por el mango. Cesó el fuego encendido por Berenguer y afloraron los desequilibrios defensivos, algo poco común en el desempeño habitual del Athletic, pero que terminó pasando una factura muy gravosa.
Paulatinamente el anárquico e impreciso ímpetu inicial mutó en desorientación, en despistes gordos que se tradujeron en la sentencia. Basta con revisar las jugadas de los goles para entender el desastre. Los futbolistas locales anduvieron al garete en esas acciones. El “extremo” Maguire templando al área, donde estaban cinco contra cinco. Los dos que conectaron con la pelota iban de azul, los que vestían con otros colores se limitaron a seguir la pelota con la mirada. Nadie disputó un centro que nunca debió de producirse. En el segundo, nadie le hizo la cobertura a Yuri, de nuevo todos parados y mal ubicados, lo cual permitió al ariete ganar la posición para intentar empujar el perfecto servicio de Mazraoui. Y el tercero, en plena depresión, un monumento al despropósito: seis contra tres y ninguno puntual o contundente para cortar una jugada que les dejó en evidencia.
Poner el acento en que las tres puñaladas fuesen en el breve espacio de un cuarto de hora equivale a pasar por alto la deficiente puesta en escena del Athletic. Quizá duelan más porque hubo margen para comprobar la fragilidad del rival en la contención y se malgastó. Aun no jugando bien, existió una magnífica oportunidad para marcar primero y quién sabe los réditos que eso hubiese dado.
Todo lo que vino después resulta accesorio. El equipo se derrumbó, si antes no había funcionado, con uno menos y semejante resultado… Muy pocos eludieron el suspenso, pero el origen de la debacle estuvo en que el grupo no acertó a gestionar sus emociones y falló hasta en la faceta que nunca defrauda. Enfrente tiraron de oficio, suficiente para amarrar un premio que excedía su pretensión más optimista. Alimentar la posibilidad de invertir el signo de la semifinal en Old Trafford suena gratuito, pero la cultura del clavo ardiendo se apoya en sucesos reales. Habrá que ir e intentarlo. Más no cabe pedir. Y que no se olvide: antes toca visitar al vecino.