HACE algo más de dos años y medio, la primavera abrió una nueva fase histórica en determinados Estados árabes: una revolución pacífica sustentada en amplias mayorías sociales que buscaba la destrucción de regímenes autoritarios y corruptos, la construcción de unos espacios democráticos y de libertades y la mejora de las condiciones de vida. Las olas de la primavera árabe alimentaron la esperanza de la mayoría de los ciudadanos y de sus sociedades. Ciertamente, el desarrollo de los acontecimientos ha eclipsado la ilusión del cambio político y económico de dichos países, cuya viabilidad, en estos momentos, se ve absolutamente comprometida. Razones diversas están en el origen de este fracaso: algunas de ellas son propias e internas de cada Estado; otras, sin embargo, toman raíz en la irresponsabilidad de la comunidad internacional, que ha carecido de estrategias de apoyo y de iniciativas constructivas, contribuyendo con ello, en buena medida, al alumbramiento del caos en los países de la primavera. Esta se ha oscurecido azotada por tremendas tormentas.
Siria es el país crucial de la tormenta. Un país en llamas, asolado por una guerra civil que, como señala ACNUR, es la gran tragedia humanitaria de este siglo. Un conflicto cuyo inicio se entronca con la primavera árabe, cuya propagación pacífica en Siria fue abortada mediante la represión indiscriminada e implacable del régimen dictatorial de Bashar Al-Asad. Un régimen despótico y corrupto que, en su dilatada trayectoria de más de cuarenta años, se ha constituido en un auténtico baluarte contra la democracia y los derechos humanos del pueblo sirio. Las consecuencias del conflicto son aterradoras: más de 100.000 muertos, más de cuatro millones de desplazados dentro de Siria, más de dos millones de refugiados en los países vecinos, continuas matanzas, violaciones y abusos de los derechos humanos... No son ajenos a ello, tampoco, los elementos enfrentados al régimen.
La falta de respuesta internacional, desde el comienzo de la guerra civil siria, es un hecho patente. La comunidad internacional no adoptó las medidas precisas para apagar el fuego desde sus inicios como, tampoco, arbitró los instrumentos para el ejercicio de la responsabilidad de proteger que habían sido empleados en otros conflictos, caso de Libia.
Resulta evidente que el conflicto sirio, aunque tiene sus propias claves internas, se enmarca en un escenario regional convulso, sobre el que recaen intereses geoestratégicos diversos, particularmente de las grandes potencias mundiales y de los países del entorno a ellos vinculados. Ese complejo tablero de ajedrez ha determinado la vacuidad y la inacción internacionales ante la imposibilidad de establecer una respuesta conjunta para la protección de la población siria.
La comunidad internacional no ha sido capaz, más allá de declaraciones retóricas, de las sanciones económicas y de las Resoluciones 2042 y 2043 de 14 y de 21 de abril de 2012 del Consejo de Seguridad de la ONU, de prestar una respuesta común y coherente en orden a la finalización de la guerra. El Plan de Paz (seis puntos) del Enviado Especial conjunto de la ONU y de la Liga Árabe, Kofi Annan, fracasó por la falta de cumplimiento de ambas partes del conflicto tras la reunión de Ginebra del Grupo de Acción para Siria celebrada el 30 de junio de 2012.
Desde entonces, la pasividad internacional ha sido notoria -salvo las medidas de suministro de armamento a ambas partes contendientes con la consecuencia de una mayor escalada del conflicto- hasta los ataques químicos del 21 de agosto que han provocado una enorme agitación internacional y, singularmente, la decisión del presidente Obama de realizar una intervención militar punitiva limitada sobre el régimen de Bashar Al-Asad y han situado de nuevo el conflicto en el centro de la mesa.
La medida unilateral de intervención militar no resulta de recibo. Pueden considerarse las razones argüidas (castigar la vulneración de la Convención sobre la Prohibición del Desarrollo, Producción, Almacenaje y Uso de Armas Químicas y sobre su destrucción; evitar la reiteración futura de ataques químicos; compensar el equilibrio de las fuerzas bélicas contendientes...), pero la adopción de una medida de tal naturaleza precisaría de una contrastada e irrefutable prueba de dichos ataques químicos y de la atribución de su responsabilidad al régimen sirio -debiera esperarse, en cualquier caso, al informe imparcial de la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas en fase de culminación- y, adicionalmente, del respeto a la legalidad internacional, del aval del Consejo de Seguridad de la ONU (aún siendo conscientes de la debilidad instrumental de dicho organismo, cuyas decisiones vienen limitadas por el derecho de veto).
A su vez, posiblemente, tal intervención militar determinaría una escalada de la guerra en Siria y, previsiblemente, proyectaría una espiral de contagio sobre los países de su entorno geográfico que pondría en riesgo el complejo equilibrio de la seguridad regional y profundizaría la actual fragmentación de la comunidad internacional con respecto al conflicto.
Este cocktail haría aun más ardua la salida de la guerra. En definitiva, un ataque como el anunciado por Obama supondría un factor negativo que perjudicaría enormemente la solución diplomática del conflicto. Otra cosa es que, en efecto, una vez probada la participación de Bashar Al Asad y sus adláteres sobre dichos ataques, estos debieran ser conducidos ante la Corte Penal Internacional de La Haya para el enjuiciamiento y depuración de sus responsabilidades por razón de tales conductas criminales.
La comunidad internacional no debe dejarse arrastrar por la fatiga del conflicto. Debe considerar como prioridad absoluta, por encima de los intereses estratégicos y de balance de poder en Oriente Próximo, terminar inmediatamente con la violencia y el sufrimiento que azotan al pueblo sirio. Debe aprestarse, con urgencia, a retomar el diálogo en las organizaciones internacionales de referencia (ONU y Liga Árabe, fundamentalmente) para arbitrar las medidas y planes necesarios que sirvan al imperativo estratégico fundamental: poner fin a la guerra, acabar con este enorme drama humano y social, establecer los cimientos de la democracia, la libertad y los derechos humanos.
En suma, la comunidad internacional debe ser consciente de que la salida de la guerra debe ser y solo puede ser política. Se debe construir con urgencia un amplio consenso que dé inicio a un proceso diplomático de negociación efectivo y coherente que tenga por finalidad el alto el fuego inmediato y la adopción de las medidas correspondientes para organizar la transición política en Siria, bajo la base del Plan de Paz (seis puntos) aprobado por el Consejo de Seguridad. Así, debe recuperarse un mínimo acuerdo para el comienzo inmediato de las negociaciones conocidas como la Iniciativa Ginebra II. Y, para ello, debe exigirse a la Unión Europea una actitud audaz y conjunta frente a la pasividad e inanidad que, hasta este momento, ha venido acreditando. En este sentido parecen caminar la reciente declaración conjunta de once estados (a la que se ha sumado Alemania) con motivo de la cumbre del G-20 en San Petersburgo así como la declaracion del Consejo de Asuntos Exteriores de la Unión en su encuentro informal celebrado este pasado sábado, 6 de septiembre, en Vilna. Como se indica en dichas declaraciones, es precisa una clara y contundente respuesta a los ataques químicos. Esa respuesta no puede ser bélica, debe ser política y su centro de gravedad debe residir en el Consejo de Seguridad de la ONU. Diplomacy, not war.