EL filósofo Eugenio Trías sostenía que el ensayo lanza al ruedo multitud de hipótesis sin que se le pueda exigir una prueba fidedigna de cada una de ellas: baste con que la prueba sea sencillamente sugerida. El ensayo tiene por esta razón capacidad de sugerencia, incita, estimula al lector, pero nunca se propone convencerlo de forma exhaustiva.
En el contexto de finales de los años 50 del pasado siglo XX, aquella España de la dictadura franquista todavía vinculada a la miseria, a la hambruna y a la podredumbre, aquella España negra -que recuerda a la del pintor Darío de Regoyos y la del poeta Emile Verhaeren- observaba atónita y fascinada cómo junto a los dólares, materiales y tecnologías que empezaban a llegar de los Estados Unidos -gracias a los pactos militares y económicos entre ambos países- también llegaba una innovadora iconografía, una ideología de la modernidad. Modernidad que fue tomada por muchos como una alegoría de la luz frente a la oscuridad de la dictadura, además de anhelo de ruptura con su pasado más inmediato.
Si bien Kafka ya se refirió a la modernidad como lo nuevo en el contexto de lo que ya siempre ha estado ahí, otros autores como Baudelaire, en cambio, sostenían que la elección de la vida urbana en calidad de mito significaba inmediatamente para los más lúcidos una aguda toma de partido por la modernidad. Paul Valery se refería a ella como la novedad, lo nuevo, como uno de esos venenos excitantes que acaban por ser más necesarios que ningún alimento. Daba la sensación de que aquellas incertidumbres que suscitaba lo moderno, transcurridas varias décadas, en poco o en nada habían variado.
Una de las imágenes que representaba la iconografía de aquella modernidad que llegaba a ciudades como Bilbao en esos años 50 fue, sin duda, el cartel propagandístico de la película Bienvenido Mr. Marshall de Luis García Berlanga, en el que el personaje del Tío Sam actuaba como un saltimbanqui, vestido con su traje hecho con la bandera de los Estados Unidos, con su sombrero, portando en una de sus manos una maleta que estaba a punto de reventar, con numerosos dólares que salían por una de sus aberturas. Una metáfora de la salvación económica para el franquismo. Aquel sucedáneo de Plan Marshall no solo supondría poder reconstruir las ciudades, sino que también se asociaría a léxicos como riqueza y modernidad. La prensa escrita y las revistas de la época describían en sus artículos, acompañados de fotos e ilustraciones, que para alcanzar una vida moderna era preciso consumir y que a cuanto mayor poder adquisitivo, mayor consumo -posibilidad que llegaría a materializarse con los ahorros de los bilbainos durante el desarrollismo- con la compra compulsiva de televisiones y automóviles -el frigidaire y el drive in-, dos de los conceptos más significativos del American Way of Life, al igual que la velocidad y la rapidez, otros signos de aquellos tiempos.
Llegaron no solo los electrodomésticos, sino también toda una gama de utensilios de firmas americanas que, junto a los catálogos, propagaban sus virtudes y los méritos que debían de conformar una sociedad moderna. A través de aquella modernidad, se llegaba a una nueva escenografía, en la que en apenas unos años se había pasado en la vivienda de la paila de carbón a la resistencia eléctrica, que trajo consigo progreso y comodidad, con toda una serie de innovaciones tecnológicas. Una de sus consecuencias más inmediatas fue que empezase a pasar la ciudad, en pocos años -tal y como sostenía la historiadora de la arquitectura, Margaret Gramford-, de los palacios de la industria, como la Feria de Muestras de Bilbao, a los palacios del consumo, es decir, a los grandes centros comerciales o shopping centers.
Junto a ese imaginario de la modernidad llegaban más artículos en la prensa y en las revistas locales sobre la vida americana y sus fascinantes ciudades, sus prodigiosas industrias, sus sorprendentes viviendas, sus grandes centros comerciales, sus extraordinarias infraestructuras, sus asombrosos rascacielos y automóviles... Hasta lo más insignificante que llegaba de aquel país era tachado de moderno. Solo había que leer los titulares de la prensa del momento, de La Gaceta del Norte, Hierro o El Correo Español/El Pueblo Vasco: "Las modernas viviendas americanas de hoy", grandiosas estrictamente porque todo en ellas era automático.
Aquellos arquitectos e ingenieros bilbainos, que empezaron a viajar a los Estados Unidos gracias al patrocinio de la International Cooperation Administration -tratando de quebrantar las tradicionales premisas imperantes durante la autarquía-, observaron que si bien la arquitectura había de ser un arte creador y no de imitación, un arte personal producto de una época y de una civilización que representaba la forma de vida de un país, sus costumbres y organización, estos últimos no eran en el fondo sino factores creadores del carácter de su arquitectura que trataban de definir cuál era la esencia de la modernidad americana. Para estos técnicos -al igual que para el resto de la sociedad bilbaina-, la visión más generalizada, una vez contempladas sus ciudades (sobre todo a través del cine), era la de que el pueblo americano vivía como un banquero ricachón. Lo hacían en un continuo afán y esfuerzo por aumentar la producción y el consumo, sustentados por la propaganda, que era una de sus mejores armas y de una fuerza formidable. Los grandes edificios comerciales se proyectaban basando el valor publicitario en una verdadera exhibición arquitectónica. Trataban en todo momento de llamar la atención de todo el mundo, para lo que estaban dispuestos a todo, y su originalidad, por absurda que fuese, se buscaba y se pagaba. Capital Records de Los Ángeles, The Prudential de Chicago o Seagram de Nueva York, eran tan solo algunos de los muchos ejemplos que pretendían representar a través de su arquitectura la inmortalidad de sus firmas.
Junto a las imágenes y descripciones de aquel mundo, que seducían, cada día un poco más, a unos desconcertados ciudadanos ávidos de aquella modernidad, nos llegaba también su correspondiente léxico; dimensionar, normalizar, estandarizar, diseño, sistematización, culturización, catálogos, rapidez, minuciosidad, industria, abundancia, intensidad, tipificación, automatización, calidad, bienestar material, crédito, gigantismo, avanzadas técnicas, progreso, efficiency... Incluso cuando se nos describía a una ciudad como Nueva York, se la tachaba por los medios de comunicación de la época de ciudad moderna y a los neoyorquinos de gentes orgullosas de esa modernidad. Se le convirtió además en todo un mito, en un modelo exportable a otras ciudades.
Al confrontar aquellas ideas en torno a aquel glosario sobre la modernidad, ¿qué nos quedaba sino su singularidad? Tal y como sostuvo Javier Tusell, el historiador debe distinguir de entre todo lo verdaderamente digno de ser recordado por su trascendencia. Gadamer, en cambio, llegó a sostener que era cosa de la filosofía encontrar lo común también en lo diferente. Aquella transformación que le estaba acaeciendo a la ciudad fagocitada por aquella modernidad, tuvo su correspondiente metáfora con los bosques, que también tenían sus antros, en donde se ocultaba lo más malo y lo más temible, según el escritor Víctor Hugo.
No obstante, hubo quienes, como el arquitecto Ignasi Sola-Morales, llegaron a sostener que la mayor parte de aquella arquitectura moderna no supuso ser otra cosa que sumisión. No solo la arquitectura que despectivamente llamábamos comercial, con su absoluta falta de imaginación que no era más que la prolongación a través de mecanismos de pura redundancia de los estereotipos aceptados por los poderes establecidos. También tachaba de sumisa a aquella arquitectura que en sus propuestas jamás se proponía romper las reglas del juego, ridiculizarlas, forzar sus límites.
Las consecuencias de aquella modernidad aceptada si no por todos sí por una élite política, financiera e industrial, supuso asumir no solo los extraordinarios avances tecnológicos que en poco tiempo transformarían a la ciudad, sino también que se implementaran definitivamente fundamentos como una postura capitalista que miraba por los beneficios económicos como única meta sin mirar por el bienestar social.
Aquella pretensión de edificar modernos edificios sobre la trama urbana bilbaina -como los rascacielos y los shopping centers- no supuso sino causa de ruptura con su arquitectura decimonónica, sin otro sentido que el meramente especulativo y mercantil. Significó, asimismo, suscitar cierta metamorfosis que trataba de hacer de Bilbao una ciudad anónima ya que pretendían transformarla en una ciudad igual a cualquier otra del mundo, sin alma, sin respeto por la cultura del lugar, con una iconografía estándar. Trataban de sustentar que todo aquello que llegara de Estados Unidos era sinónimo de modernidad, con aquellos símbolos foráneos que irían desnaturalizando la ciudad.
Daba la sensación de hallarse aquel Bilbao franquista en una perpetua indefensión urbana. Frente a las para unos anheladas y para otros trágicas consecuencias de haber asumido aquella modernidad, sería preciso confrontar las siempre estimulantes palabras de la escritora Natalia Ginzburgn, quien llegó a sostener "qué fuerte y libre era nuestro paso, cuando caminábamos solos, rumbo al infinito por la ciudad".