Orreaga 778-824
UNO de los males más trágicos de los griegos clásicos era el olvido. Lo fabularon en el río Leteo, del cual beber sus aguas borraba al instante todos los recuerdos y saberes aprendidos. Una de aquellas obras literarias cuenta que las almas, tras aspirar los vapores de este agua, se convertían en piedras. Entre nosotros, a falta de río tenemos Lete, una población silenciosa de la Cendea de Iza; quizás por eso no hemos sabido identificar el mal y a veces nuestra memoria parece un erial de piedras secas y cubiertas de polvo.
La batalla de Orreaga es uno de los hitos más conocidos de nuestra historia. Millones de personas lo han estudiado y su relato forma parte del bagaje académico del estudiante europeo. En torno al mismo se han construido leyendas que han iluminado la imaginación y la cultura de este continente al que pertenecemos. Hace un par de años un holandés vino a rodar, entusiasmado, un documental histórico tras descubrir que la versión más famosa de la batalla era falsa.
No fueron los musulmanes, como cuenta la Chanson de Roland, quienes vencieron a Carlomagno -explicó, deslumbrado por su hallazgo-, sino los vascones, ese pueblo de las montañas pirenaicas, feroz, aislado y primitivo. Trescientos pastores se reunieron -sic- y vencieron, en una gesta increíble y legendaria, al mayor ejército de la época.
Es asombroso que sigan circulando versiones pintorescas de dicho episodio, y nosotros, el pueblo protagonista del suceso, no tengamos un relato propio. Que sigamos aplaudiendo las aventuras del héroe Roldán (que destruyó nuestra capital histórica, un general Mola de su tiempo), le dediquemos un monumento en el lugar de los hechos, e incluso algunos pongan este nombre a sus hijos. Las aguas del Leteo hacen estragos en la tierra de Lete y aledaños.
Con esta mala conciencia, Nabarralde ha rodado un nuevo documental -Orreaga 778-824- en el que, desde una perspectiva propia, investiga y desmonta estos mitos ajenos. No fueron pastores; no estaban aislados; tampoco eran trescientos, ni más primitivos que los europeos de su tiempo. De hecho, Pamplona estaba en la ruta de la cultura y el comercio. Y Carlomagno la saqueó y destruyó sus murallas porque tenía un problema con sus gentes. Porque no dominaba este territorio.
Los vascones, bien armados y organizados, le esperaron en el lugar propicio, en el más apropiado para la batalla, como enseñaba Sun Tzu en El arte de la guerra. Y lo vapulearon hasta el punto de que quedó constancia histórica de aquella derrota estrepitosa. Mataron a sus generales, el emperador escapó por los pelos y recuperaron el botín, que era el de la ciudad saqueada (no olvidemos quiénes eran los ladrones o bandidos).
Pero aún hay más. No quedó la historia en el varapalo a Carlomagno, y también su hijo Pipino encontró dificultades en Pamplona y Orreaga. Más tarde ocurrió otro tanto al heredero siguiente, Ludovico Pío, que también fue derrotado en el mismo sitio. Esta serie de batallas y enfrentamientos revelan que los vascones, más de 300 montañeses a juzgar por tanto ruido, se movían en su terreno, no se dejaban dominar, y vencían una y otra vez a los francos, el imperio más fuerte de aquel momento. A partir de aquellos acontecimientos, los vascones fundaron un reino independiente, que luego adoptó el nombre de Navarra y duró muchos siglos.
Si las aguas del Leteo no nos hubieran envenenado, sabríamos que aquel hito histórico representó la emergencia de un sujeto en la historia, un pueblo que se gobernaba sin tutelas ajenas, y en resumen nuestra presencia e independencia en el mundo. Este hecho se merece más de un recuerdo, pero quizás quienes nos administran el olvido nos prefieren como piedras desmemoriadas, almas perdidas en el lecho de un río.