DICE un poema de Gloria Fuertes: "Hoy tengo la gripe, / pero no me duele la espalda. / Hoy solo me duele la mirada / de ese niño somalí. / Es un niño que no tiene nada. / Niño sin juguetes, sin comida, / sin agua. // Estuve allí / y le dije al niño somalí: / Te traigo unos cuentos. / Y el niño me dijo con la mirada: / yo no estoy para cuentos / ni para nada. / Hoy yo tampoco estoy para versos / porque me duele la mirada / de ese niño de Somalia. // Es un niño que solo tiene moscas / en los ojos y en los labios secos. / (Son de esas moscas / que solo pican a los muertos).

Pero a mí es imposible que me duela la mirada. Lo veo todos los días en televisión. El periodismo actual nos ha enseñado que a los pueblos les gusta que les invadan y que, además, sus invasores se llamen amigos. Nos han convencido de que quien tiene problemas de hambre es porque vive en un pueblo corrupto, vago, con mala suerte. Y yo echo la culpa al gobierno de turno, a las multinacionales, a los bancos, a la crisis y a las circunstancias... Todo disculpado. Pero la realidad es que, como dice Eduardo Galeano: "La justicia es como una serpiente, solo muerde a los descalzos". Pero tenemos los mecanismos suficientes para ocultarlo, para garantizar la ausencia de dolor en la mirada. Porque estamos de vacaciones, ya sabes. También estamos en fiestas. O tenemos que empezar el curso. O ¡qué sé yo...! El caso es que difícilmente el dolor ajeno nos duele en el alma.

Se regalan gafas protectoras contra la sequía y el aspecto esquelético de quienes esperan la muerte desde una mirada que no se cruza con la mía, porque yo no miro. Podemos doblegar a gigantes, expresidentes de gobierno que nos han ridiculizado y nos hemos dado cuenta de que eran dictadores cuando ya no tenían poder. Podemos enviar tropas para proteger a nuestros pescadores, al petróleo que necesitamos, a la democracia... eso sí, a base de bombazos, todo en misiones de paz. Así evitamos tener en cuenta que la máxima violencia que existe es la del hambre. Se nos llena la boca cuando decimos que la violencia solo engendra violencia, pero no tenemos miedo de esas pobres miradas. ¿Cuántos meses, cuántos días, cuántas horas pueden durar? Así es imposible que engendren violencia, con ese desmayo crónico de todo su cuerpo, casi yerto. Y los hijos de sus hijos tampoco guardarán en la memoria este dislate, porque no habrá apenas hijos, ni memoria, ni rabia, ni dolor incontenido.

¿Por qué no nos duele esa mirada? Porque nuestra capacidad de compasión está por debajo de nuestra comodidad. Hasta los cooperantes y donantes que llevan las migajas de nuestra mesa temen por sus vidas. En medio de ese campo marchito de hambre-violencia siempre hay más violencia, pues se adueña del terreno, de la debilidad, de lo que llamamos pomposamente estado fallido o ausencia de estado. Y así nos llenamos de mayor tranquilidad y de insensibilidad en la mirada al darnos cuenta de que tienen la culpa de la situación quienes roban lo que está destinado a los pobres. ¡Qué bien! Es una coartada perfecta.

¿De cuántas personas hambrientas hablamos cuando se trata de no levantar la mirada? Algunos informes de Naciones Unidas hablan de más de quinientas mil personas en el llamado Cuerno de África, pero nuestra mirada ya no sabe de cifras pues, con eso del calor, la hemos puesto entre dos hielos porque lo que en este momento nos interesa es que el vaso de whisky tenga la temperatura adecuada.

La insensibilidad ante el dolor ajeno es una muestra de nuestra incapacidad de amar. Y ese es el problema. Alguien dirá que no se trata más que de palabras utópicas pero, como dice Galeano, a quien ya hemos citado: "La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar".