ESTA sociedad estaba necesitando un becerro de oro y ya lo tiene: el dinero. Otrora, recién estrenada la democracia, la buena gente común, inspirada en un lirismo financiero y provinciano, se fijaban más en las estrellas del cine. Un suponer, James Dean, aquel rebelde que nunca tuvo causa alguna para indignarse ni acampar en la madrileña Puerta del Sol. No tener dinero era una atractiva y bohemia prerrogativa. Ahora lo distinguido no es simplemente preservarse en el ser como pretendía Spinoza y Hobbes, sino tener mucho dinero para ser mucho más. Sin patrimonio no eres nadie, ni siquiera de izquierdas. Hoy se es rico o indignado.
La singularidad del rico es que vive pegado a las cosas, a las realidades materiales, a los restaurantes caros, sobre todo a los vascos. Ya saben: Arzak, Arguiñano, Berasategui, Aduritz o Subijana. Al rico -las abstracciones de los intelectuales, el pragmatismo de los políticos y los reportajes de los periodistas- no le dice nada. Y entre tantos indignados como andan metidos en esto de la protesta, solo él, el rico, vive entre algodones mientras crece y crece su fortuna en uno de esos inaccesibles paraísos fiscales. Y es que tienen razón, los indignados claro: falta pan para tanto chorizo.
No sabe uno si la vitalidad de un rico, su creencia inamovible en el mercado y su intuición bursátil son dones inscritos en su ADN, como ahora dicen los esnobistas, las que le que le reportan tan sustanciosos y pingües beneficios. O si lo que realmente le convierte en millonario es su vertiginosa y constante actividad que le lleva a invertir, vender o comprar, a explorar nuevos mercados, deslocalizar empresas, despedir trabajadores, ajustar plantillas, tirar de sospechosos expedientes de regulación de empleo y mosquear a los sindicatos. Lo que sí es cierto es que, por contraste con las grandes fortunas, la clase proletaria se quedan algo pálida, parca y virtual. O sea.
En fin, como era de esperar, hemos venido a dar con el dinero, que es el becerro de oro de esta sociedad aurífera y transaccional. En la política, Dolores de Cospedal, con su pausada y rasgada voz, sabe hacer oposición de cualquier minucia pero, sobre todo, ha sabido hacerse rica, multimillonaria y con un patrimonio mareante. El dinero es fascinante para quien nunca lo ha tenido, pues en el mismo momento en el que alguien lo descubre se dispone a hacer fortuna. Vamos, que de las casas para pobres de Pablo Iglesias a los chalés para ricos no hay tanta distancia como pueda parecer. Hay también socialistas e incluso nacionalistas que se dicen cristianos y de izquierdas, que pese a las necesidades de los diez millones de mileuristas y a los cuatro millones y pico de desempleados que hay en el país, cuentan también con ingentes ingresos y con un patrimonio sobrado. Claro que un político no es el espejo de nada. La cara se salva porque es el espejo del alma, pero el dinero es materia pura, papel con poder adquisitivo, un becerro de oro que ni siquiera tiene alma, pero suele tener mucha cosa aurífera. Aunque uno de los más ricos del país es Amancio Ortega, el principal accionista, según creo, de Inditex, que, aunque solo sea por eso, se merece una gruesa estatua hecha por Botero en oro purísimo. Así, al fin habríamos conocido la fisonomía del becerro de oro español, aunque Mario Conde ya nos dejó un cierto bosquejo.
La pura materialidad del dinero, la dudosa y espesa moralidad de un holgado patrimonio, con sus fincas, masías, palacetes y lujosos apartamentos en Marbella, todo eso nos hace exaltar y hasta envidiar la fortuna del rico, pero Strauss-Kahn, luciendo la más pura versión de la erótica del poder y del dinero, nos ha hecho ver el dulce cementerio en donde puede alojarse durante unos años el rico y su riqueza: la cárcel.
Tras la crisis económica, caídos los velos y todos los valores éticos de la Bolsa, cuando el mercado financiero ha mostrado su verdadero rostro, hemos llegado al final de esta cultura maciza de la que casi todos los indignados desconfían. El conde Lautréamont nos habló del pueril revés de las cosas, pero a veces la desventura no es tan cándida. Lo malo del becerro de oro es que no nos enseña su verdadera cara, demasiado cínica, sino sus anchas espaldas, capaces, como el gigante Atlas, de soportar y disfrutar de peso el mundo y sus inmensas riquezas.
Todas las sociedades monetaristas lucen su becerro de oro debajo de su armazón neoliberal. Algunas exhiben un becerro enorme y otras lo tienen algo más modesto. Mas el tamaño no importa, aunque no puedo eludir fácilmente el parentesco de la aurífera cría de vaca con el falo lacaniano. En cualquier caso ahí está el símbolo despiadado de una cultura que pretende pervivir en el Tercer Milenio sin aportar nada nuevo, salvo el culto descarado a la brutalidad de nuestro humanismo. Porque, pese a las dramáticas desigualdades y a la flagrante injusticia social existente, lo siguen llamando humanismo. Y, claro, uno también está indignado.