ATENTOS a lo que los medios de comunicación nos muestran cada día, resulta difícil encontrar alguna noticia que destaque comportamientos llenos de dignidad. Una de ellas me lleva hasta Asia, Afganistán. Su liberación, en este caso, del yugo de los talibán, fue un esfuerzo militar que entra dentro del marco de esas historias belicistas a las que estamos tan acostumbrados. Sin embargo, bajo las capas ocultas de este gran relato se sitúa la microhistoria, en la que comprobamos la capacidad de ciertas personas de sacrificarse por los demás sin temer las consecuencias. Y no hablo de soldados profesionales sino de gente común y corriente. El cine ayuda a comprender mejor lo que quiero decir. El filme Y Buda estalló por vergüenza (2007) de la joven directora afgana Hana Makhmalbaf nos radiografió con una belleza singular la suerte de esta sociedad a través de los ojos de una niña cuyo único anhelo es el acudir a la escuela para que le enseñen a leer. Este relato de ficción componía un agudo y lúcido retrato de los efectos que había provocado la contienda en el país y la cruel influencia que ello había tenido entre los niños.
El espectador seguía con angustiosa mirada la inocente pero férrea decisión de Baktay, con solo seis años, que ha de enfrentarse a una serie de visicitudes hasta lograr su propósito. Su directora, Hana Makhmalbaf, de dieciocho años, sorprendió con su perspicaz capacidad por movilizar y sensibilizar a un espectador que atiende, casi sin pestañear, la épica de la niña. No hay guerras ni batallas, no hay triunfos ni derrotas militares, solo el retrato de una sociedad desolada por la guerra y la cultura del fanatismo.
En este sentido, el heroísmo de la protagonista es encomiable. Ahora bien, tras recordar aquel filme y las circunstancias que lo provocaron, se daba la noticia del asesinato de un maestro, en Afganistán, debido a que no se avino a aceptar la imposición de los talibanes de cerrar su escuela a las niñas. Jan Mohammad, como se llamaba este maestro, quería ofrecer a las afganas una oportunidad. No pretendía ser ningún héroe, solo cumplir con su deber. Enseñar sin importar la condición social, el sexo o la ideología, sin alimentar prejuicios de ninguna clase; mostrarles el mundo tal y como es, y permitir que también ellas lo descubran por sí mismas a través de la cultura y la educación.
Las mujeres afganas son las grandes víctimas de tantos años de conflictos ininterrumpidos. Los índices de el analfabetismo son escalofriantes, impropios de cualquier sociedad merecedora de tal nombre, tan solo el 12,6% de los afganos sabe leer y escribir. Y la asistencia de las mujeres a clase es de apenas un tercio y de ellas solo un 20% lo hace regularmente. Aunque oficialmente la mujer tiene los mismos derechos que el hombre en el país, son muchos años de discriminación lo que se interponen en su camino, por lo que no pueden ejercerlos en libertad.
La dependencia que las mantiene subordinadas a los hombres de la familia, padres, hermanos o cónyuges, determina su incapacidad por alcanzar esta mayoría de edad. La sociedad afgana ha vivido condicionada por los distintos conflictos civiles que han destruido sus infraestructuras. Es ahí en donde habría de apuntarse alto a la hora de valorar la contribución para que esta sociedad salga de su oscuridad. La paz no es suficiente.
La normalidad en Afganistán no solo viene instaurada a través de la presencia de las tropas aliadas sino del reforzamiento de los derechos civiles y sociales. Es ahí en donde se contribuye de manera significativa en la sociedad liberada. De otro modo, Afganistán vivirá siempre entre sombras. No son hechos que ignoremos. Si en el filme antes mencionado se observa en qué estado ha quedado reducida esta sociedad, en La guerra de Charlie Wilson (2007), de Mike Nichols, se denuncia abiertamente, por otro lado, la hipocresía americana.
El filme, inspirándose en hechos reales, relata cómo las maniobras de un congresista, frívolo y mujeriego, hicieron posible que un asunto estimado como menor, la lucha contra los talibán, fuera llevado al Congreso de los Estados Unidos. El cambio de orientación de esta estrategia supuso la aprobación de partidas millonarias para la compra de armamento y, tras el 11-S, la intervención en la zona. Cuando, al final, se produce el triunfo de las armas americanas con la derrota de los talibán, el congresista Charlie Wilson se queda consternado porque en la comisión del congreso nadie se preocupa de aportar ni un mísero dólar para construir una sola escuela en Afganistán.
La guerra crea héroes o genera victorias que no son reales sino ficciones pero que son muy llamativas para el uso particular y ególatra de los políticos. Mientras que aquellos que contribuyen a consolidar estos logros, como este maestro que rechazó las amenazas de los talibán y que lo ha pagado con su vida, no son tenidos en cuenta.
Son los valores humanos y educativos los que hay que prender en el corazón de las personas como parte de su bagaje. Pero eso no se consigue con invasiones militares sino con el impulso de estos principios y eso solo es posible permitiendo que la sociedad alcance la cultura, que se combata de una manera eficaz el analfabetismo (pensemos que esto hizo posible que la misma Europa saliera de una época de miseria), la discriminación (la femenina) y la intolerancia (frente a las corrientes religiosas fanáticas).
La única victoria definitiva contra los fanáticos es la educación, lo que ello reporta en cada individuo convirtiéndolo en ciudadano y suele salir más barata que la compra de armas. Solo así se alcanza el verdadero logro para colocar los pilares de la democracia. Pero esta labor implica sacrificios y esfuerzos, impide celebrar paradas triunfales. Sin duda, falta mucho, por desgracia, pese a estas denuncias fílmicas, para que Afganistán sea una sociedad completa y todavía mucho más para que el ser humano pueda mirarse al espejo y verse tal y como es, y aprender de sus errores.