SI tenemos en cuenta algunos datos de la historia, nos daremos cuenta de que los conflictos intraeclesiales han estado constantemente presentes en la evolución del cristianismo. Si nos ceñimos a algunos ejemplos significativos, podemos recordar que el primer conflicto no se solventó sin grandes tensiones porque se barajaba la apertura de la Iglesia a los gentiles, a los no judíos. A pesar de lo significativo del acuerdo, las diversas tendencias continuaron en tensión, aunque las distintas corrientes llegaron a una especie de consenso en Jerusalén. Por citar sólo lo más significativo, en diferentes concilios se debatió sobre el significado de la presencia de Dios en Jesús, Cristo resucitado, el Espíritu Santo y la interpretación de la mujer María en el imaginario cristiano. Alguien puede decir que este juego de arquitectura comprensiva es el fruto de una imaginación impositiva, pero en todo el proceso hubo discusiones, a veces muy profundas, en otras ocasiones demasiado poco ejemplares, y no sólo por la influencia del emperador romano oriental o el líder religioso de turno, sino porque el pueblo discutía en las calles y se producían alborotos a cuenta de los debates. Como en toda institución humana, las influencias culturales e idiomáticas, las costumbres y los intereses políticos y comerciales podían mezclarse e influir, pero no hay duda de que en el esfuerzo de interpretación no dejaba de estar presente un intento de fidelidad, siempre parcial, al evangelio de Jesús.
Podemos añadir, además, que los constantes conflictos entre la primacía del poder político o el religioso tienen relación con esa confusión de todos los regímenes antiguos en los se mezclaban ambas cuestiones. Aquella situación testimonial en los tiempos de persecución, durante los tres primeros siglos, terminó siendo motivo de escándalo cuando en ciertos casos se desvinculó la figura del obispo de su función de servicio y comunión. Aun así, resulta paradigmático un concilio como el de Constanza en el que, para evitar la prolongación del cisma de Occidente, llegó a haber varios papas y se debatió también sobre la primacía del concilio por encima del Papa. En una población de poco más de cinco mil habitantes se reunieron en torno a cien mil personas cuando los desplazamientos no eran precisamente en avión y los alojamientos no se realizaban como en los hoteles actuales. Hace pocos meses, se han desplazado a Copenhague cien mil personas para participar en la cumbre relacionada con el Cambio Climático. Hubo disturbios en las calles -mil personas detenidas- y aunque los líderes mundiales no han tomado precisamente las decisiones en relación a lo que se gritaba en la calle, algo han tenido que oír, y el sistema no se ha caído, a pesar de la presencia de tantas personas anti-sistema. El conflicto y el desacuerdo son muy humanos.
Cisma de Oriente, con el nacimiento de las Iglesias ortodoxas. Anglicanismo. Diversas ramas del protestantismo. Avatares complejísimos en Trento... Resumiendo en exceso llegamos al Vaticano II que, a pesar de las diversas tendencias y discusiones, significó una renovación de la Iglesia católica. Esa apertura al mundo también fue el reflejo de necesidades internas, donde influyeron corrientes en las que los teólogos cuestionados unos pocos años antes terminaron siendo los principales inspiradores.
En fechas recientes he asistido a la eucaristía en dos pueblos que no distan entre sí más de un kilómetro. En uno de ellos, por el tipo de homilía, los gestos, y los símbolos utilizados, he encontrado la añoranza del Concilio de Trento, y en el otro la añoranza del Vaticano II. Y me ha entrado desazón. No ha sido por el hecho de la disparidad de criterios, sino porque el sacerdote más joven era el nostálgico de Trento. Y mi mente no podía alejarse de los cambios en la Iglesia vasca. Reconozco que al salir de las dos eucaristías citadas, en domingos consecutivos, en dos pueblos de La Rioja, para más señas, todavía me preocupaba más el hecho de que me resultaba casi imposible saber por dónde respiran las comunidades de ambos pueblos. Y tengo la convicción de que si se intercambian los curas en ambos pueblos la orientación de la comunidad, como espectadora, sigue siendo la misma.
Uno tiende a pensar que en el conflicto intraeclesial de la Iglesia vasca hay datos para afirmar que el laicado tiene una presencia significativa. Cuando quienes dan un paso atrás pretenden desacreditar a las personas de vanguardia, el laicado es fundamental para equilibrar la situación.
La izquierda de este país debería aprender lo que ha entendido la derecha, que hay modelos religiosos eclesiológicos más cercanos a la transformación social y modelos más conservadores. En cambio, algunos sectores se han aferrado al dogma de que la religión en general es perjudicial para la salud social y hacen un flaco favor a su propia causa cuando entienden el laicismo como la reclusión de la religión en la esfera privada. Dar al César lo que es del César puede interpretarse como la autonomía de la esfera política, en la que las personas creyentes, junto con las no creyentes, pueden interactuar y cambiar la sociedad. Además del aborto existen la corrupción política, los presupuestos militares, la ley de extranjería, el cambio climático, las medidas a tomar en la lucha contra el paro y el hambre en un sistema profundamente injusto donde aumentan las diferencias entre las personas más ricas y las más pobres. Y dar a Dios lo que es de Dios tiene que ver con la conversión interior y puede entenderse como imprimir de conciencia ética cristiana cualquier acción en la que el amor y la solidaridad, que han de llegar allí donde no puede hacerlo la acción política, pueden estar presentes. Los conflictos son inherentes a cualquier organización social, religiosa o política. Cada cual debe tomar sus propias decisiones y seguir adelante, de acuerdo con su conciencia, sin dejar de actuar como personas con mayoría de edad, respetuosas siempre, pero con la dignidad y la libertad que confiere el ser hijos e hijas de Dios.