LA competición más justa es la liga. La apreciación descansa en una máxima que suscriben todos los participantes y que dice que al cabo de las 38 jornadas de rigor, la clasificación no miente. Esto es, cada equipo ocupa el puesto que le corresponde, que no es sino la consecuencia lógica que resulta de contrastar méritos y deméritos.

De momento se han celebrado 25 fechas del campeonato, casi dos tercios del calendario. Queda por delante la fase decisiva, donde se despejarán las dudas que planean sobre el futuro de la mayoría de los contendientes. De cuanto refleja la tabla a día de hoy, lo único que tiene visos de permanecer inalterable en junio es el último puesto del Elche y la identidad de los dos mejor colocados, Barcelona y Real Madrid, presumiblemente en este orden. El resto debe aún bregar mucho si quiere cumplir sus aspiraciones.

El Athletic representa, como tantos más, un caso evidente de equipo que se encuentra en condiciones de lograr el objetivo marcado, que no es otro que volver a Europa, lo cual exige terminar entre los seis primeros, aunque pudiera ocurrir que también el séptimo tuviese premio. Se halla relativamente cerca de la meta que persigue, cinco puntos respecto al sexto se antoja una desventaja salvable, pero la trayectoria que ha descrito desde el verano, así como los precedentes, más bien sugieren lo contrario.

Desde dentro se insiste en enviar mensajes optimistas, del tipo de pese a que los resultados recientes han sido adversos “estamos haciendo buenos partidos”. Valoración que acaso se pueda compartir por la imagen ofrecida en Vallecas, que sirvió para arrancar un empate, y en San Mamés ante el líder, cita saldada con una derrota tan polémica como amarga porque, en efecto, los rojiblancos elevaron sus prestaciones de forma notable.

El problema radica en que el realismo se ha visto desplazado por una lectura de los acontecimientos demasiado condescendiente. Un vicio que ha arraigado con fuerza en el club de un tiempo a esta parte, no es algo novedoso. Gana enteros la impresión de que Ernesto Valverde y sus jugadores, en su análisis, confunden deseos con hechos. Priorizan los primeros sobre los segundos con el riesgo que ello comporta. Se diría que poco han aprendido de experiencias que están en la mente de cualquiera que haya seguido las andanzas del equipo de cinco años para acá. Utilizan también el señuelo de la Copa, a modo de factor compensatorio de una trayectoria en liga que objetivamente invita a la resignación. Y no se olvide que es en la liga donde el club necesita hacer los deberes.

No hay que volverse loco para caer en la cuenta del pronunciado bajón en el rendimiento que ha seguido a la celebración del Mundial. Más bien hay que hacerse el loco para obviar que en este tramo el Athletic es una sombra del que fue antes de dicho paréntesis. Los datos están al alcance de todo el mundo, no son producto de la imaginación, nadie se los ha inventado. Se publicaron con detalle el martes en este diario y asustan. Cómo no, si el cómputo de las once jornadas habidas desde diciembre refleja que el Athletic ocuparía puesto de descenso, junto a Almería y Elche, solo por encima del Valencia.

Quizás, lo más decepcionante sea no ya que el Athletic languidezca y se esté emulando a sí mismo (no es casualidad que posea los 33 puntos que a estas alturas acumulaba en las campañas 18-19 y 20-21, que son dos más que en la 17-18 y 19-20 y cuatro menos que en 21-22); sino que incluso habiendo flojeado al añadir a su casillero solo nueve de 33 puntos posibles, siga con opciones de colarse en Europa.

Dicho de otra forma: las plazas europeas se han abaratado. Se dirá, no sin razón, que las fuerzas se han equiparado, que rige una mayor igualdad, pero obedece a que el nivel general ha descendido y el Athletic, con su proceder, no escapa de la quema. Tiene delante a Rayo y Osasuna y justo detrás a Mallorca y Celta, todos en un pañuelo. A nada que hubiese competido un poco mejor, el panorama actual sería radicalmente diferente. Aún está a tiempo.