Apenas quedan unos días para la Navidad y, como cada año, surgen iniciativas que reconcilian con la ilusión compartida. Una de ellas se encuentra en Quijano de Piélagos, un pequeño pueblo de Cantabria, a algo más de una hora de Bilbao. La localidad mantiene desde hace cinco años la tradición de decorar cada vivienda con una temática distinta. El resultado es tan impactante que muchos lo comparan con Laponia. Este año, el despliegue alcanza las 500.000 bombillas repartidas por el pueblo. Reconozco que me encantó detenerme a admirar el trabajo que realizan los vecinos de forma altruista, solo para el disfrute de las miles de personas que peregrinan hasta allí. Hay generosidad y muchas horas de trabajo. Sin embargo, también me dio la sensación de que a veces olvidamos algo esencial: en esas casas vive gente. Los vecinos apenas se asoman. Es comprensible: cualquier movimiento termina formando parte de una de las cientos de fotografías que se disparan sin descanso. La carretera que divide el pueblo, de poco menos de 300 habitantes, se colapsa porque no hay dónde aparcar. El guarda del edificio municipal me contó que el primer vecino que se animó a decorar su casa ha decidido este año no hacerlo. De madrugada, sin permiso, la gente entraba en su jardín para fotografiarse junto al árbol de luces que había instalado. La ilusión terminó convirtiéndose en pesadilla. La Navidad debería invitarnos a compartir, no a invadir. Quizá el verdadero espíritu navideño consista también en saber mirar... y respetar.