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El problema

Benjamín Netanyahu no gobierna sino sobrevive. Y en su supervivencia, como buen animal político que ha olido la sangre de sus rivales durante más de tres décadas, se ha convertido en eso que a muchos les da miedo decir en voz alta: un problema para el mundo entero. Porque lo de Bibi –permítanme la familiaridad; al fin y al cabo lleva más tiempo en el poder que muchos muebles del parlamento israelí– ya no es una cuestión de ideología, seguridad o patriotismo, es puro ego. Hace lo que quiere. Punto. Ataca Gaza sin ruborizarse, desafía a los tribunales mientras promueve reformas judiciales que harían sonrojar a Orbán, y cuando le preguntan por las víctimas responde con la frialdad de quien juega al ajedrez sobre un tablero manchado de sangre. Netanyahu ha convertido la tragedia en rutina, el estado de emergencia en método de gobierno, y la guerra en cortina de humo para sus propios escándalos judiciales. Porque, no lo olvidemos, mientras la Franja arde y el mundo protesta, él sigue imputado por corrupción. Pero claro, ¿Quién se acuerda de eso cuando hay bombas que lanzar y titulares que acaparar? Mientras, Occidente calla. Trump le anima. Europa balbucea condenas mientras le sigue vendiendo tecnología. Y la ONU, esa eterna espectadora impotente, acumula resoluciones que Netanyahu usa como posavasos, como si la historia no fuera a juzgarlo nunca.