Se preguntaba Olaf, el muñeco helado de Ana y Elsa en Frozen, qué sentiría si pudiera vivir un verano. Si tuviera la ocasión, le contaría que para mí los mejores huelen al aftersún que nos untaban por la noche; al carbón de las parrillas del río donde comíamos en Santa Cruz de Campezo -sé que ahora es Kanpezu, a secas, pero nosotros siempre lo hemos llamado así-; al matamoscas en spray que había que rociar por toda la casa, esa casa encima de la zapatería que alquilábamos todos los años... Me suena al susurro de las choperas cuando soplaba el viento, al cla-cla-cla de las chanclas de amama andando por la parcelaria, a las cadenas de las bicicletas con las que subíamos a la ermita, al cencerro de las vacas de la casa a la que íbamos a por leche todas las noches... Y me sabe a esa misma leche por las mañanas, que no tenía nada que ver con la que estábamos acostumbrados a tomar durante el resto del año; al bizcocho que se horneaba con los dos centímetros de nata que hacía al hervirla; a los cucuruchos de helado de 25 pesetas que nos dejaban comer porque los de hielo eran malos para la garganta, a las mediasnoches con chorizo que cenábamos en aquel peaje cerca de Zaragoza rumbo al Mediterráneo con la caravana... También recuerdo, cómo no, aquellas primeras noches en la calle, los primeros besos, los primeros bailes... La lista sería interminable. Y cada día sonrío cuando los evoco, largos y felices, afortunada por seguir viviéndolos.
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