En la final de la Europa League no hay medias tintas. O eres de los que bufan contra los cortes de tráfico o con cómo quedará Bilbao tras ser pisado por tropecientos mil ingleses o eres de los que das por bien arrasados los parques de las fan zones por vivir otro evento internacional y por la proyección de la ciudad. Los primeros se frotan las manos, en plan vengativo, pensando en el pastizal que se dejarán los hinchas, a los que alguno tiene previsto atracar a raba armada, a razón de 26 euros la broma.

Qué nostalgia. Recuerdo cuando nos metimos en un restaurant de París de platos asequibles. Qué rico estaba todo y qué bonito es el amor hasta que descubres que el agua te sale a precio de Moët & Chandon y de repente la comida ya no te parece tan apetitosa ni tu pareja tan adorable. Mira que le tienes dicho que lea la letra pequeña de los menús como si fuesen hipotecas.

También depara sorpresas el tamaño de las raciones. Lo mismo en una tasca te ponen al pulpo Paul troceado con cachelos, así te dé una sobredosis de tentáculos y te quedes tieso, que en un gastrobar te sacan una cucharita con una emulsión de patata con pulpo. O eso dicen porque tú no lo ves. Aquello se desintegra en tu paladar y no llega ni al esófago. Y no es una cata. Es lo que habías pedido, así que paga y sal por patas.

Hosteleros, sed comedidos, que luego vamos por el mundo con la camiseta del Athletic y nos la devuelven.

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