Creía que estaba de vacaciones, ejerciendo de clienta en una tienda de ropa, pero ni lo uno ni lo otro. Programada por culpa del refranero, allá donde fueres, haz lo que vieres, de repente me he visto cobrándome mis propias prendas, quitándoles la alarma con cierta dificultad, doblándolas y metiéndolas en una bolsa, tras seleccionar su tamaño, pagarla y cogerla, todo esto al dictado de una pantalla. La cabeza me ha hecho clic. ¿En qué momento hemos dejado que pase esto? ¿Han aprovechado que estábamos entretenidos con la gabarra y la Europa League? ¿Qué perpetrarán ahora que estamos embobados con la victoria del Bilbao Basket? ¿Aprovecharán el cónclave para instalar unas máquinas de coser y que, a partir de ahora, cada uno se remate sus dobladillos? ¿Dónde han ido a parar las personas que te sonreían cuando tocaba sacar la cartera? ¿Por qué si he mutado a dependienta, me he vendido y cobrado mi compra y abandono el local sin molestar a ningún ser humano, no me ingresan mi parte de sueldo por pequeña que sea? Por no darme, en el cubículo de autocobro no me han dado ni un triste tique. Me habría hecho ilusión, como a un niño una pegatina de recompensa. Me ha preguntado la pantallita que si quiero que me lo envíe por SMS o por mail. Le he dicho que por SMS, que no quiero abrir el mail, que estoy de va-ca-cio-nes. O eso creía. arodriguez@deia.eus